La verdadera grieta

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Martín aguirre
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Pasado una semana ya del referéndum sobre la LUC, se han leído análisis de todo tipo y color. Que si el Uruguay está partido en mitades, que si es el interior versus lo urbano, que si esto significa algo de cara al 2024.

Y, como no puede faltar, se volvió a hablar de la “grieta”, esa palabreja irritante que nuestra elite académica y periodística reflota cada 15 días en una copia perezosa del debate argentino.

Como bien ha dicho el ex presidente Sanguinetti, Uruguay siempre estuvo dividido en mitades. Lo que importa es la legitimidad que tiene la mitad circunstancialmente mayor para imponer sus ideas cuando le toca gobernar. Si en cada gobierno, la mitad menor va a exigir que la mayor diluya su programa para no incomodarlos, no avanzamos nunca. De hecho, los mismos que hoy reclaman eso no lo hicieron cuando les tocó estar del lado mayoritario.

Pero hay un fenómeno que se viene dando que hace todavía más difícil este diálogo. Incluso en Uruguay, donde la “coparticipación” en el poder tiene una tradición más que centenaria.

El bloque político hoy opositor liderado por el Frente Amplio viene mostrando una deriva hacia posiciones más radicales marxistas, que hacen que sus propuestas se vuelvan cada vez más incompatibles con el resto. Las señales son claras. En la última elección interna del FA, el Partido Comunista y el MPP obtuvieron 2/3 de los votos. Y esa mirada parece tan dominante que cualquiera que llega a presidir el FA, pasa rápidamente de ser alguien razonable, a un tirador de bombas molotov. Ocurrió con Miranda, ocurre con Fernando Pereira.

Un breve paréntesis. El señor Pereira no tuvo mejor idea el día del referéndum que acusar a El País de violar la veda electoral por publicar un informe periodístico que planteaba el debate legal sobre el impacto de que cayera la LUC, cosa de claro valor noticioso. La acusación de Pereira no solo es improcedente, y al filo de la difamación. Sino que muestra una mala fe definitoria.

Es que una de las características que definen a esa mirada tan marcada por las ideas de Marx es creer que el fin justifica los medios. Y que para tener poder político vale apelar a cualquier cosa. ¿Cómo se “coparticipa” con alguien que de pique te dice que sos un gusano explotador?

Eso es lo que vimos en el final de la campaña, al igual que en las últimas tres elecciones. Una apelación al maniqueísmo, a conceptos de lucha de clase anacrónicos e ideas naftalinosas de que el debate en la sociedad no es entre gente con ideas diferentes que busca lo mejor para el común.

El discurso del Frente Amplio y el Pit-Cnt, cada vez más indistinguibles, se concentra en que estamos en una lucha moral. Son los pobres contra los ricos, los inteligentes diversos, inclusivos y cultos, contra los primitivos con olor a bosta. Los sensibles que se preocupan por los que menos tienen, contra los egoístas.

Y cuando se alega que si vivimos en un país donde más de la mitad de la gente opta por el lado de “los ricos”, algo no cierra, la respuesta es apelar al concepto más tóxico del panteón ideológico de la extrema izquierda: la “conciencia de clase”.

Nada deja esto más en evidencia que el caso folletinesco de la joven de buen ver que acudió al festejo del “No” en un lustroso BMW, y fue fotografiada junto a otra militante digamos... menos agraciada. ¡Mamita! Fue como en aquellos episodios de Olmedo, cuando la banda de motoqueros irrumpe en un cumpleaños, violan hasta al “Bobby”, pero recién desatan la ira asesina del dueño de casa cuando, antes de irse, le pasan el dedo por la torta impoluta. Podríamos expropiarle el BM a la joven, y redistribuir su producto. Ahora, con la parte estética, ¿qué hacemos?

En todos los países hay nichos políticos que todavía apelan a estas ideas. Salvo en aquellos que han tenido gobiernos comunistas, vaya uno saber por qué. Pero el problema que estamos viendo en Uruguay es que eso funciona.

En las últimas tres elecciones, las opciones “de izquierda” que venían de capa caída, en cuanto empiezan a apelar a este discurso identitario y resentido logran crecer de manera exponencial. O sea, que son los propios votantes los que están pasando el mensaje de que eso sirve electoralmente.

La pregunta es, por qué en el país más igualitario de América Latina que ha tenido gobiernos “de izquierda” que han operado sin problemas, y donde todos los partidos hacen cuestión de poner la justicia social como norte de sus programas, este tipo de discurso maniqueo tiene éxito.

Hay diversas explicaciones. Está la famosa “batalla cultural”. Está la falta de solvencia ideológica de quienes debaten como pidiendo perdón. Pero también podemos sumar algo más: los tres departamentos con mayores niveles de desigualdad según el (discutible) índice Gini, Montevideo, Canelones y Paysandú, son donde el “Sí” votó mejor.

Como para tomar nota.

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