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La otra vida de las quintas

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Ana Ribeiro
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Las crónicas que nos dejara Josefina Lerena Acevedo de Blixen retrataban un Montevideo finisecular cuyas clases conservadoras habitaban en la ciudad vieja, en casas de dos plantas y con cocheras anchas para los carruajes.

Casas con escaleras, en las cuales las familias vivían detrás de las recepciones, ocupadas por estudios, consultorios o por las casas de comercio instaladas en la primera planta. En esa vida interior necesariamente discreta, Lerena evocó las puertas cerradas, las cortinas corridas, el aire enrarecido y la oscuridad. El sol entraba cuando los clientes se iban o la actividad comercial cesaba, entonces el ama de casa podía tocar el piano y se encendían las luces o los candelabros. Todas esas familias tenían en "las quintas" de los alrededores de Montevideo su forma de escape, sus casonas de disfrute de jardines, cabalgatas y abundante aire libre, en las que pasaban fines de semana y temporadas estivales.

Esa idílica visión de las quintas del Prado, Lezica y Colón, durante el Novecientos, hizo olvidar que algunas décadas antes las mismas habían sido lugar de refugio político. Sucedió cuando los montevideanos leales a la corona española enfrentaron una serie de acciones económicas y políticas, durante el dominio artiguista de la ciudad. Vigilancia, confiscaciones de bienes muebles e inmuebles, obligación de entregar la mayoría de sus esclavos; obligación de manifestar públicamente adhesión al sistema y, en algunos casos, traslado engrillados a Purificación. Hubo una labor de resistencia por parte del Cabildo, así como la natural búsqueda de amparo en las redes sociales que cada uno tenía (parientes, cofradías religiosas); pero lo más habitual fue que quienes podían se fueran a vivir a las quintas que las familias de mayor antigüedad y poderío económico poseían en las afueras de la ciudad. Irse a vivir "ocultos en el retiro de las chacras" fue una estrategia de sobre-vivencia. Una manera de aquietar la significación social, de dejarse ver poco, de ser olvidados, de no tener que manifestarse ni a favor ni en contra.

Buscaron ocultarse en las zonas de Manga, Toledo y Miguelete, en refugios frondosos y cultivados. Lo hizo Besnes Irigoyen (luego muy laureado como acuarelista, dibujante y calígrafo), quien se había refugiado en la finca de don Pedro José Berro. El propio Dámaso A. Larrañaga vivió en la suya, en la zona de Manga. Por su condición de sacerdote entraba y salía de la ciudad, sin dejar de participar de todas las instancias políticas gravitantes. No dejó de comprometerse con los avatares políticos (fundó la primera Biblioteca, portó las Instrucciones del año XIII) pero sustrajo a su familia (los Berro, los Errazquín) de los mismos. También lo hizo con su propio trabajo, tanto el de investigación en ciencias naturales, que lo convirtió en uno de los más importantes naturalistas de su tiempo, como con la educación, que tanto lo obsesionaba. En la quinta mantuvo una escuela para sus familiares y amigos en la que se formó, con niveles superiores de conocimiento y entre otros, su sobrino Bernardo Berro, quien sería electo presidente del país en 1860.

La correspondencia privada permite saber la forma en que esas familias de la élite vivieron aquellos años. Cartas y pliegos de noticias que se intercambiaron los miembros de las familias que salían fuera de la provincia —ya fuera por negocios, expulsión política o alejamiento preventivo— con aquellos que permanecían en suelo oriental, refugiados en las casas de campo. Las quintas eran un espacio libre, donde no faltaban la comida, ni los juegos, ni las jornadas de lectura. Los niños resultaron ser una buena fuente documental de las mismas. El niño Carlos Juanicó se escribió con su padre Francisco, un comerciante adinerado que estaba en la corte de Río de Janeiro. Le contó el día a día de aquellos extraños insilios o exilios internos: que toda la familia se había ido a vivir a la quinta, que había nacido Enrique, que Candidito largaba besos y decía ta-ta, que hicieron un palomar y un tablado para secar orejones; que estaba leyendo un libro llamado "Elementos de todas las ciencias"; que hacía grandes adelantos con sus planillas de gramática y ortografía.

En una de esas cartas, fechada en marzo de 1816, el niño describe el contraste de ese lugar con Montevideo, a la que bajaban de tiempo en tiempo y con precaución: "Ayer mañana estuvimos Antonio y yo en el Pueblo para ver sentenciar dos reos de robo; cuando llegamos ya hacía bastante rato que los habían muerto, pero no los sacaron hasta las seis de la tarde, por lo que tuvimos tiempo para verlos: me causó mucho horror su vista, y más cuando supe que uno de ellos se había escapado de casa de sus Padres".

Una imagen similar transmitió Dámaso A. Larrañaga: "Lamento una extremada disolución de costumbres en una porción muy considerables de jóvenes del otro sexo, que con motivo de los últimos asedios de esta ciudad, llevadas de la indigencia y orfandad, vagan por estas calles, introduciéndose por las casas públicas de juego, hasta el extremo de haber perdido el pudor, tan propio de su sexo, con escándalo aun de los jóvenes menos morigerados". Para Larrañaga, esa disipación había sido causada por los sitios que sufriera la ciudad, pero estaban ya internalizados, como mal moral y como enfermedad social.

Ante esa ciudad "contaminada", las quintas eran una forma de preservar a los niños y jóvenes de toda forma de "contagio", así como de la temible "igualación social" que proclamaba la revolución y que tanto rechazo generaba en sus opositores. El artiguismo entregó tierra a negros e indios libres, a viudas pobres y a los americanos con preferencia sobre los europeos, desconociendo los títulos anteriores. A "los malos europeos y peores americanos", que castigó quitándoles la tierra, los dejó en evidencia como privilegiados, precisamente cuando les quitaba tal condición.

La lealtad al rey y la jerarquía social eran las "culpas" que las quintas ocultaban bajo su frondosidad.

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