La militancia del alma liberal

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Tomo en serio lo que se dice en momentos estelares de triunfo o asunción de cargos. Son instantes en que la persona de buena fe se compromete desde lo alto de su espíritu, expone sus sueños y desnuda su sed de alcanzar lo que Aristóteles llamó “frónesis”: la habilidad para cambiar nuestras vidas a mejor.

Por eso, me detengo en lo que el Prof. Yamandú Orsi dijo enseguida de consagrarse como presidente electo: “Muchas gracias también a todos aquellos que hicieron de la militancia política un ejemplo.” Aclaró enseguida: “Cuando me refiero a todos los militantes que hicieron esto, me refiero a aquellos que abrazan otras ideas, que abrazan otras banderas, porque ellos también son constructores de esta democracia.” Y remató: “Este país es un ejemplo de acumulación positiva.”

No se trata de forcejear por cargos. Tampoco de primerear en acercarse al recién ungido. Se trata de enriquecer el modus vivendi que nos manda la Constitución. Que no opone a una mitad con otra, ambas pujando por seducir minorías decisivas, porque es un proyecto de convivencia fundado en los atributos ingénitos de la personalidad humana: art. 72 de la Constitución. Puesto que el reconocimiento se extendió a los militantes de todas las tendencias, detengámonos en qué es la militancia.

En su sentido inmediato, todos la conocemos bien. Es la adhesión activa, la asiduidad, la entrega hasta el límite mayor del profesar. En pegatinas y memes, en proclamas y asambleas, en entusiasmos callejeros, en angustias laborales y debates familiares, es fuego que busca la expansión y a veces desemboca en silencios que alejan afectos entrañados.

Pero hay un sentido menos espectacular y más profundo de la militancia: el sentido del alma liberal que nos enseñó a cultivar nuestro Carlos Vaz Ferreira. Lleva a traspasar el mundillo de las explicaciones inmediatas y a revitalizar los principios rectores y las ideas fecundas. En ese plano, no se pregunta quién tiene razón. Se averigua, a pie juntillas, cuál es la razón.

A ese recinto de la libertad del espíritu no se entra con el prejuicio dogmático del “socialismo científico” que soñaron Marx y sus acólitos positivistas, que sus utopías eran leyes de la historia. Se entra con fe en la persona. Con esperanza en las ideas no pensadas todavía. Y con respeto hacia las vacilaciones en “el no siempre claro camino del deber”, que Batlle y Ordóñez elevó a razón de Estado al firmar la paz de 1904.

La base de ese respeto puede ser mística o atea, serena o angustiada, estoica o kantiana: la República está pactada de modo que todos quepamos, cada uno con su libertad creadora. Eso sí: sin confundir el alma liberal con la obsesión por la economía liberal, que ahora se hace llamar libertaria, pero que, al odiar al Estado e insultar al discrepante, muestra una hilacha tutorial y fanática que la descalifica.

En perspectiva histórica, felicitémonos porque hemos sabido confluir en las urnas con quienes hace 60 años se alzaron en armas contra la democracia colegiada.

Pero sepamos que a nuestra democracia le falta una opinión pública que no se enganche por marketing de sectores y ascienda a nuestra República a comunidad de espíritu militante contra todas las miserias morales y materiales que tenemos pendientes de luz y acción.

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