Quizá tendría diferencias económicas con figuras como Trump, Bolsonaro, Milei, Elon Musk y otros exponentes de lo que el politólogo argentino Andrés Malamud llama “internacional reaccionaria”. Pero es posible situar a Alberto Kenya Fujimori como pionero de la ola anti-sistema que llega al poder por las urnas pero se aboca a destruir la democracia desde adentro.
Como anunciando el fenómeno que marcaría las primeras décadas del siglo siguiente, un ingeniero agrónomo sin antecedentes políticos llegó a la presidencia y gobernó Perú a lo largo de toda la década del ’90.
Dejó la docencia universitaria para incursionar en un terreno en el que jamás había actuado. Salvo para sus alumnos en la Facultad de Agronomía, era un desconocido que pudo financiar su campaña por el apoyo de su esposa, la empresaria Susana Higuchi, y llegó a la presidencia derrotando a una celebridad de la literatura mundial, Mario Vargas Llosa, obteniendo más tarde la reelección venciendo a otra figura internacional, el ex secretario general de Naciones Unidas Javier Pérez de Cuellar.
Entre una y otra victoria, Fujimori tuvo dos éxitos deslumbrantes: terminó con la hiperinflación que había dejado el primer gobierno de Alán García, y dio un golpe definitivo a Sendero Luminoso al capturar en 1992 a su fundador y líder, Abimael Guzmán, exponiéndolo tras las rejas con traje a rayas de presidiario.
En abril de ese mismo año, concentró todo el poder en su llamado “Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional”, al cerrar el Congreso y poner a la Corte Suprema de Justicia bajo control del Poder Ejecutivo.
Cuatro años más tarde conseguiría otra resonante victoria: derrotó a los comandos del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) que habían ocupado la residencia del embajador japonés en Lima, tomando como rehenes al diplomático y todos los invitados a la celebración del 63 aniversario del emperador Akihito.
La operación contrainsurgente logró reducir a los guerrilleros y sólo uno de los rehenes murió en el fuego cruzado. No hacía falta matar a los rebeldes que ya se habían rendido, pero los hizo ejecutar extrajudicialmente. También murió el comandante del MRTA, Néstor Cerpa Cartolini, junto a cuyo cadáver Fujimori se fotografió como el cazador que posa con el pie sobre su presa.
El MRTA desapareció y la guerrilla maoísta que se había inspirado en la milicia genocida camboyana Khemer Rouge, quedó reducida a un puñado de tropas que vegetan protegiendo laboratorios de narcotraficantes en el Vraem (los valles de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro).
Fujimori triunfó librando una “guerra sucia” en la que se usó paramilitares, se torturó y se perpetraron masacres como las ejecutadas por el Grupo Colina en los barrios limeños La Cantuta y el Alto.
El gobierno de Fujimori era también un aparato extorsivo que chantajeaba y sobornaba a empresarios, sindicalistas, periodistas y dirigentes opositores. Vladimiro Montesinos, el siniestro jefe del aparato de inteligencia, producía videos usando cámaras ocultas en el momento en que entregaba fuertes sumas de dinero a periodistas, políticos y sindicalistas para ponerlos bajo control.
La violencia terrorista terminó, hubo estabilidad política y Perú obtuvo un marco macroeconómico que produjo crecimiento sostenido por años y se mantuvo tras la redemocratización, pero corrieron ríos de sangre, se perpetraron desde el Estado esterilizaciones forzadas en etnias nativas para reducir su crecimiento demográfico, y la corrupción creció gangrenando el aparato estatal completo.
Fujimori encarnó el éxito sin escrúpulos y acabó de manera patética, al descubrirse el fraude con que intentó robarle la victoria a Alejandro Toledo. Su fuga a Japón y su regreso y encarcelamiento posterior, fueron el largo capítulo final de su historia.
La pregunta es si hizo bien Dina Boluarte al declarar tres días de duelo por el fallecimiento del autócrata y concederle un funeral de Estado. El presidente pionero del anti-sistema que llega al poder por las urnas para destruir la democracia desde adentro, murió en prisión domiciliaria, cumpliendo una pena por crímenes de lesa humanidad. ¿Merecía recibir honores pos mortem, del mismo Estado que lo condenó a 25 años de cárcel?
No está claro si los días de duelo nacional y el funeral de Estado hablan bien de Fujimori o hablan mal de la presidenta actual, quien proviene de un partido marxista que desvaría en muchas áreas, pero no se equivoca al considerarlo un genocida.