La isla de la fantasía

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La discusión en Uruguay sigue sumando puntos para convertir al país en una especie de Macondo antártico, un lugar donde el realismo mágico campea casi como los pingüinos en esta época del año, por las playas del balneario más cotizado del continente.

El debate, por estas horas, se ha centrado en una isla. Pero no cualquier isla; una isla artificial, que por la “bicoca” de US$ 2 mil millones, un grupo de inversores buscaría construir... ¡en Punta Gorda!

Pero eso es apenas el disparador de la polémica. Porque como respuesta a este proyecto tan verosímil como aquel de Ricardo Montalbán y Tatoo, vino algo todavía más insólito. La Intendencia de Montevideo salió rauda a prohibir cualquier avance, con argumentos de un nivel de sectarismo ideológico que harían que Trotsky se levantara de la tumba y dijera: “Muchachos, se les fue la moto”.

Pero empecemos por el principio. Según se informó, un grupo empresarial hasta ahora desconocido, presentó al gobierno un proyecto para construir esta isla artificial, que tendría 36 hectáreas, se ubicaría a 450 metros de la rambla, con un puerto deportivo para 300 embarcaciones, 36 lotes inmobiliarios, y un costo de US$ 2.300 millones. Según sus impulsores, generaría 4.500 puestos de trabajo durante los 14 años de ejecución.

La chance de que esto se concrete es casi tan creíble como que el “Muñeco” Gallardo asumiera en la selección uruguaya.

Esto por una razón implacable: el mercado. Uruguay no tiene demanda de vivienda de ese nivel para justificar tal inversión, no hay hordas de millonarios deseando abandonar Mónaco o St Barth para venirse a este rincón perdido del mundo, por más seductoras que sean las olas achocolatadas del Río de la Plata. Pero si lo hubiera, con 2 mil millones se podría comprar tanta tierra en Montevideo que la operación de construir una isla no cierra por ningún lado.

Dicho todo esto ¿qué necesidad tiene la Intendencia de Montevideo en salir con ese nivel de apuro a pinchar el globo? ¿Cuál es el riesgo que asume la capital con dejar que el proyecto corra?

El más obvio sería que se empiece a construir algo faraónico, y luego quede sin terminar, dejando restos como los de la regasificadora en la bahía de Montevideo. Pero eso se solucionaría simplemente con obligar a dejar un depósito de garantía para tal contingencia. Pero esa no parece ser la razón.

Según dijo en el programa de Cotelo el director de Planificación de la intendencia, el arquitecto Luis Oreggioni, el tema es que Montevideo no quiere que “los ricos” se aglutinen y vivan todos juntos entre ellos. “Esto incorpora una lógica de que los más ricos vamos a vivir con los más ricos, y además, encima de todo, próximos de los más ricos que viven en Carrasco, ¿no?”. ? Pá. Oreggioni debe ser muy buen arquitecto, porque en materia de dialéctica no tiene mucho que envidiarle al “Gordo de la Colombes”. Pero espere, que la cosa no queda ahí. Según el jerarca, “los ricos que tienen que vivir en Montevideo, son los que tienen que valorar los mejores atributos que la ciudad tiene para ofrecer. El que quiera vivir y trasladarse en helicóptero, puede vivir en un barrio privado en San Pablo”.

¿Oreggioni va a decidir quién tiene derecho y quién no a vivir en Montevideo? ¿Acaso no existe ya una segmentación severa en Montevideo a nivel en materia residencial? ¿Qué ha hecho la IMM en 32 años de gestión del FA para compensarlo?

De hecho, la única medida trascendente en este sentido expone las consecuencias de ignorar cómo funciona el mercado. Al prohibir la construcción de barrios privados en la capital, lo único que se logró fue que los mismos proliferen en Canelones, agregando al problema de la segmentización, el de la movilidad.

Es que esa es la clave que no entiende la gente con ideas socialistas radicales. Que el mercado es el reflejo de las decisiones de miles de personas, y eso no se neutraliza con decretos y discursos paleontocomunistas. Si existe una demanda por seguridad, higiene, acústica y orden territorial, el mercado la va a satisfacer de alguna forma. Si usted aprieta acá, lo hará más allá.

Si la IMM no quiere que haya barrios privados, lo mejor que puede hacer es neutralizar las condiciones que generan su demanda. O sea, ofrecer una ciudad limpia, segura, ordenada. Si tengo eso, nunca me voy a ir a vivir a 20 km de mi trabajo. Ahora, de nuevo, ¿qué ha hecho la IMM en ese sentido en estos años? Los barrios formales de la capital son territorio hostil, oscuros, con contenedores que vomitan basura, veredas destruidas, calles llenas de pozos y remiendos de todos colores, pastabásicos bajo cada pretil, tránsito caótico donde estacionar es casi imposible.

Pero mientras esa es la realidad de quienes tozudamente, o porque no tenemos más remedio, nos quedamos en la ciudad formal, el encargado de planificar el departamento dedica su tiempo a dar discursos sectarios en torno a un proyecto que parece poco más que una fantasía. Ni Mario Levrero se hubiera animado a tanto.

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