En una democracia madura, los datos deberían orientar las decisiones políticas y sociales. Pero en la práctica, muchas veces quedan relegados frente a algo más poderoso: el relato.
Montevideo es un ejemplo claro. A pesar de indicadores persistentes de mala gestión -basura acumulada, veredas rotas e inaccesibles, tránsito caótico, infraestructura desigual- el Frente Amplio ha ganado ocho elecciones departamentales consecutivas. No se trata solo de votos: se trata de una narrativa eficaz, capaz de construir identidad y pertenencia.
Ese relato, repetido con constancia, se volvió cultura. Y como toda cultura, resiste más que los argumentos. La fidelidad no se explica por ignorancia, sino por afecto.
Por una memoria selectiva que ancla emocionalmente en una época donde la promesa de transformación parecía sincera, incluso si luego no se concretó.
La paradoja es que la evidencia está disponible. Pero no alcanza. El ciudadano no decide solo en base a los hechos, sino en función de lo que esos hechos significan para su identidad. Y en esa construcción simbólica, los medios cumplen un rol decisivo.
Algunos, desde el oficialismo, amortiguan datos incómodos. Otros, desde la oposición, no logran construir discursos que disputen ese terreno emocional. En el medio, las redes sociales amplifican burbujas ideológicas que confirman creencias y bloquean todo lo que incomoda.
Así, el relato se vuelve inmune al dato. Y el ciudadano, indefenso.
Un ejemplo reciente lo ilustra: el déficit de la Intendencia de Montevideo se multiplicó por ocho en 2024 respecto al año anterior. Pero esa información se divulgó después de las elecciones. ¿Casualidad? ¿Descuido? ¿Estrategia para evitar un daño político?
No se trata solo del déficit. La verdadera evaluación debe considerar qué recibe el ciudadano a cambio. Se paga mucho y se recibe muy poco. Los recursos se diluyen o se malgastan. Y sin embargo, la mayoría vuelve a votar lo mismo.
¿Qué habría pasado si se conocía el dato antes? ¿Cuántos habrían cambiado su voto? Tal vez pocos. Porque muchos habrían hallado formas de justificarlo: relativizándolo, minimizándolo o culpando a otros.
Aquí actúa el sesgo de confirmación, ese filtro mental que nos lleva a aceptar solo lo que refuerza nuestras creencias previas, y a descartar lo que las desafía.
Ese sesgo no se desactiva con más datos, sino con pensamiento crítico: con la capacidad de cuestionar lo que creemos saber y tolerar la incomodidad de pensar distinto. Por eso, la respuesta a esta vulnerabilidad no puede ser solo técnica o contable. Es educativa.
Es ética. Es simbólica. Hay que enseñar a leer relatos, a deconstruir discursos, a detectar manipulaciones emocionales.
Surgen preguntas inevitables: ¿Qué hará Mario Bergara con esta pesada herencia? ¿La reconocerá o la minimizará para no incomodar a sus compañeros de partido? Más allá de los números, lo esencial es comprender que la disputa no es solo económica ni política: es simbólica. La batalla se libra en el terreno de las percepciones, donde los relatos se instalan y se defienden con más pasión que los hechos.
Vivimos tiempos de posverdad, donde lo importante no es si algo es cierto, sino si encaja con lo que creemos.
El sesgo cognitivo hace el resto: nos lleva a filtrar la información según nuestra visión del mundo, y a rechazar todo lo que la contradiga como si fuera una amenaza personal.
Incluso los ciudadanos informados pueden caer en esta trampa. Porque cuando un dato desestabiliza nuestras certezas, muchas veces lo descartamos sin procesarlo. La única defensa frente a esta vulnerabilidad no es solo el acceso a la información, sino la capacidad de integrar razón y emoción, evidencia e identidad.
Una ciudadanía verdaderamente informada no es la que simplemente accede a los datos, sino la que sabe interpretarlos, contextualizarlos y contrastarlos.
Porque en tiempos de polarización, confundir relato con verdad puede ser la forma más eficaz -y más peligrosa- de convertir el autoengaño en norma.