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Las palabras y los hechos

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JULIO MARÍA SANGUINETTI
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En la política, las palabras son hechos. Y las formas, sustancia. Como lo es la propia democracia, esa suerte de regla de juego que asegura las garantías para que luego la ciudadanía elija o haga sucumbir gobiernos, cuyos rumbos pueden ser diametralmente opuestos.

La “democracia formal” fue el cuestionamiento histórico del marxismo, que solo entendió su valor cuando se perdieron las libertades, aunque de a ratos vuelven a olvidarlo.

Si esto es verdad en general, mucho más lo es en la política exterior, donde el respeto a la política de cada Estado es una regla de oro. Intervenir en los asuntos internos de otro Estado puede tomarse como una agresión a la soberanía, mayor o menor según los casos, pero siempre graves. Aun las pequeñas intervenciones, solo palabras muchas veces, son consideradas relevantes por configurar normalmente peligrosos precedentes.

En nuestro ámbito latinoamericano, sin embargo, se ha hecho hábito lo contrario, con Chávez y Maduro a la cabeza, que inauguraron, abierta y ruidosamente, ese estilo de aplaudir o condenar a los gobiernos o políticos de otros países.

Cuando nuestra última campaña electoral, el entonces presidente electo de Argentina, el Dr. Alberto Fernández, hoy Presidente, vino a Montevideo, se reunió con el candidato del Frente Amplio y hasta se mostró públicamente almorzando con el Ing. Martínez en una conocida parrillada. Poco después, el Presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, dijo que deseaba que ganara el Dr. Lacalle Pou, lo que sí podía ser halagador a nuestros oídos, pero en lo personal me resultó tan desaconsejado como la actitud anterior.

En los últimos días, el presidente Fernández agravió al de Ecuador, Lenin Moreno, y recibió una andanada de insultos de su par. Del mismo modo que festejó desproporcionadamente el fallo de un juez de la Corte Federal brasileña, anulando por falta de competencia los juicios contra el expresidente Lula da Silva. Afirmar que las condenas recaídas en esos procedimientos fueron “dictadas con el solo fin de perseguirlo y eliminarlo de la carrera política”, es un agravio a las instituciones brasileñas. Las consecuencias no se demoraron, porque inmediatamente trascendió que el Presidente de Brasil no iría a Buenos Aires a la celebración de los 30 años del Mercosur, que diplomáticamente, la Presidencia pro tempore que ejerce Argentina trasladó a un Zoom.

Todo esto es un desplazamiento progresivo de las obligaciones de cualquier Jefe de Estado, más cuando somos países hermanados por la historia y la geografía, amén de socios en el Mercosur. Más que nunca el caótico mundo actual, con instituciones internacionales muy disminuidas y una pandemia desquiciadora, nos impondría en nuestro ámbito regional una actitud coordinada y constructiva. ¿Cómo hacerlo en este clima de tensión personal entre los mandatarios? ¿Cómo regenerar un clima de confianza recíproca, sin el cual no se podrá avanzar, en un proceso ya de por sí complicado y ahora agravado? Podrán no quererse, pero los debería, por lo menos, convocar el interés.

Con este panorama, es natural que miremos hoy al Mercosur con una enorme preocupación. Estos 30 años que cumple no fueron en vano y si bien nunca se logró recomponer el clima de los primeros años, alterado por la devaluación brasileña de enero de 1999, que nos puso delante de la enorme asimetría en el tamaño de nuestras economías, se fueron atando vínculos jurídicos, administrativos, aduaneros y comerciales.

El PBI de Brasil es el 81% del total del Mercosur. 16% Argentina, 2% Uruguay y 1% Paraguay. No ha resultado fácil administrar esta asimetría, pero razón de más para cooperar y mirar hacia afuera, cuando se ha producido un cambio geopolítico de enorme trascendencia con la irrupción de China en el escenario mundial. En 2019 le exportamos a China 2.147 millones de dólares, frente a 1.116 a Brasil y 377 a Argentina. La cifra de Brasil anda en el promedio de lo últimos 20 años, pero no así la de China, que sigue subiendo.

El tema para Uruguay es enorme, porque no se agota en el Mercosur. El 63% de nuestra exportación se hace sin preferencias, mientras que Australia y Nueva Zelanda, competidores directos nuestros en el Asia, no llegan al 30% de sus negocios pagando aranceles. Se ha hablado mucho de este tema últimamente y del corsé que representa la resolución N° 32, que expresamente nos prohíbe negociar cualquier preferencia de modo individual.

Abiertamente desafiar ese compromiso nos llevaría a un escenario traumático. Pero así como un día logramos el asentimiento para firmar un tratado de libre comercio con México, ¿por qué sería imposible abrir esa posibilidad para avances, si se quiere, más modestos? Nuestra economía cayó 5% el año pasado, 10% la de Argentina, más de 4% la de Brasil. ¿No es algo excepcional que ameritaría, por lo menos, suspender por un año la prohibición de negociar acuerdos puntuales?

No deberíamos enredarnos en conceptos cuasi abstractos sobre “flexibilizaciones”, “dos velocidades” o “regionalismo abierto”, sino definir concretamente qué es lo que estaríamos precisando en algunos mercados importantes para productos específicos y tratar de aproximarse a esas soluciones. Avanzar en esto sería, para nosotros, la mejor celebración de estos 30 años de tan escabrosa integración.

En cualquier caso, como decimos, todo empieza en las palabras. Y en las formas.

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