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Ah... la democracia

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JULIO MARÍA SANGUINETTI
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Antes de ser examinado como un problema, el populismo debe ser entendido como una forma de respuesta a los conflictos contemporáneos”, dice Pierre Rosanvallon en la introducción de su libro “El siglo del populismo”.

Este respetado estudioso del Estado democrático asume, con cierta resignación, que el fenómeno así denominado ha llegado para quedarse, que no es una simple anécdota y que nuestro tiempo tendrá que rescatar los valores de la democracia para poder sobrevivir a su desafío.

Más que una ideología, estamos ante una metodología. No se trata de ideas, de visiones del desarrollo, de concepciones del Estado sino de procedimientos para alcanzar el poder dentro del sistema democrático y conservarlo a cualquier precio, aun el del vaciamiento de sus esencias. Así como Robespierre y su terror, en la Revolución Francesa, fue inspiración para el asalto al poder de Lenin, Mussolini es quien aportó -y aporta todavía, aunque no se reconozca explícitamente- el imaginario del que se nutre el populismo, invocando a un pueblo uno y unívoco, que solo representa el líder, enfrentado a “ellos”, los enemigos, la encarnación del mal, que están enfrente para “vender la patria” o servir los “peores intereses”, en perjuicio de los más necesitados, a quienes se propone el pacto fáustico de que entreguen algo de su libertad a cambio de ilusorios bienes prometidos.

Por ser solo un método es que caben en el fenómeno, por lo tanto, movimientos de izquierda como de derecha. Es un populista Victor Orban, el líder derechista húngaro, que entra en la deriva racista ubicando a la inmigración como la causa de los mayores males. Y es un populista Chávez, en Venezuela, que se asume como una nueva modalidad de socialismo del siglo XXI, para enfrentar al “imperialismo” y al “neoliberalismo” que es una de las bestias negras de casi todos los líderes de esta raza, usada despectivamente contra toda concepción racional, aun cuando sea socialdemocrática. La palabra ha sido refundada, como la de “fascismo” que ya no alude al corporativismo populista de origen socialista de Mussolini sino a cualquier concepción autoritaria.

De modo que por este mundo de confusión de ideas, palabras y conceptos terminamos calificando populista a un Evo Morales o a un Kirchner y, al mismo tiempo, a Donald Trump, cuya grotesca escenificación final puede considerarse paradigmática del fenómeno. En él se dan todos los ingredientes: 1) un líder mesiánico, que representa en exclusividad a “la patria”; 2) la legitimidad de origen en una elección, disuelta en una ilegitimidad de ejercicio, al forzar las instituciones del Estado de Derecho, más allá de sus límites; 3) una división profunda de la sociedad entre dos mitades que no pueden convivir por una insalvable barrera “moral”; 4) un estilo agresivo, descalificador de todo aquel que opine distinto, ubicándolo como “enemigo”; 5) la construcción de ese “enemigo”,” que empezaron siendo los inmigrantes mexicanos (a los que había que poner detrás de un muro) y terminó siendo la CNN; 5) la apelación a la violencia de modo solapado, escenificando la “ira redentora del pueblo” e instrumentalizándola contra las instituciones de la representación política; 6) una apelación emocional a las víctimas de esos “enemigos”; 6) un sistemático ataque a los parlamentos, los medios de comunicación y la Justicia.

Lo importante es que este líder incuestionablemente populista no pudo con la institucionalidad democrática de los EE.UU., que resistió su embate, porque la Justicia es fuerte, el poder soberano de cada Estado de la Unión se ejerce, el Congreso tiene vida propia, las FF.AA son respetadas y los medios son poderosos y muy plurales. A la inversa, esa ha sido la desgracia de nuestra Venezuela, o de Nicaragua, o de la pionera Argentina de Perón, que todavía reaparece en el autoritarismo del kirchnerismo.

Todo esto nos lleva a la pregunta esencial de por qué está ocurriendo esto, cuando el mundo no vive la miseria de la crisis de 1929 que engendró “los fascismos” ni estamos sumergidos en las dictaduras militares. La cuestión es que estamos en un cambio de civilización, de la economía industrial a la digital, la comunicación entre los humanos es directa a través de las redes y se desconoce a las instituciones de la “representación”, la nueva economía va dejando atrás “perdedores”, que no son solo pobres de solemnidad sino empresarios medianos o artesanos que no logran sobrevivir ante la masificación productiva, mientras la política, los partidos, suelen no estar a la altura de los desafíos. A veces por los males de la corrupción y, casi siempre, por los de la demagogia, que se montan encima de las insatisfacciones de la sociedad de consumo o de las limitaciones de los Estados para compensar los desbalances de este tiempo de cambio.

El desafío lo tenemos entonces nosotros, los demócratas, que creemos en la división de poderes, los republicanos que jamás renunciaremos al espíritu de la “fraternidad”, los liberales para los que la libertad es, como dijera Don Quijote, “uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida…”.

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