Cuando Luis Suárez empezó a meter goles, el iPhone no existía, en la selección jugaba Paolo Montero y el primer gobierno de izquierda tenía unos meses de vida. Era 2005.
No sabemos qué pasará de aquí al próximo mundial, pero no es osado pensar que la única concentración que necesitará Suárez en 2026 será la indispensable para no trastabillar al subir y bajar del yate de Messi.
¿Cuánto puede aguantar el cuerpo de un implacable delantero que desarma defensas durante dos décadas? Decir adiós a tiempo es un arte tan perverso como esquivo.
En una era en la que trabajar más años es inevitable, unos privilegiados claman por mantenerse en planilla. Un minero debería poder retirarse bastante antes que un columnista y un moderador de redes sociales casi tan pronto como un recolector de residuos.
Ciertos políticos, hábiles en codear compañeros, podrían haberse jubilado cuando Suárez se empezó a llenar la boca de goles. Sindicalistas, con la flexibilidad cognitiva de una bolsa de pórtland, deberían trabajar más y hablar menos.
Hay jugadores capaces de escenificar el vínculo de su pueblo con el fútbol. Maradona nunca podría haber sido belga, Neymar inglés ni Beckenbauer venezolano. Messi no perdió el acento, pero lo moldeó Europa. Suárez, que solo podía ser uruguayo, sirve de metáfora inversa: es volcánico en la penillanura.
Como tantos apasionados por su vocación, es un sentimental. Juega con más despecho que alegría, con la rabia de quien no quiere volver a pisar calles de barro ni en sueños, con el dolor de quien vio el sacrificio de la madre y sintió la ausencia del padre.
Un romántico que se fue a Europa por su novia y entendió que la estabilidad familiar lo hace mejor profesional. Un hombre con miedo a que un gol errado lo haga sentirse insuficiente, con temor a que el roce de un defensa le implique perder lo conseguido. Quizá ello explique sus combustiones.
Obseso del gol, no es ajeno al egoísmo ni a los récords, y en cada arco ve la opción de redimirse. Uruguay nunca disfrutó de un jugador tan quirúrgico y salvaje. Sin contar a dos extraterrestres como Messi y Cristiano Ronaldo, en la lista de goleadores en la elite mundial desde 1980, Cavani (0,7 goles por partido) y Suárez (0,69) solo están por debajo de Lewandowski, Ibrahimovic, Benzema y Agüero.
Los comentaristas deportivos son reacios a siquiera rozar el halo de Suárez. Un prócer con tintes de villano. Desmerecen cualquier atisbo de crítica: cómo lo van a juzgar por morder a tres rivales, qué tiene de malo intentar engañar al árbitro durante 90 minutos, qué cambia si se queja todo el partido.
Con Messi hicieron de la telepatía un hábito en 258 partidos y sumarán algunos más. Nunca pudo, sin embargo, incorporar conductas del ahora astro miamense: no simular faltas, levantarse sin protestar.
Hay algo aniñado en el lado B de Suárez (la burla, el berrinche, la mordida), pero ello no lo hace menos goleador. Lo vuelve terrenal. Su transformación dentro de la cancha no significa que fuera de ella no sea entrañable. Sus fallos sirven de recordatorio de que los ídolos también se equivocan y que, incluso, algunos se reciben de crack sin necesidad de artimañas.
Existen demasiados hinchas con micrófono y pocos periodistas con capacidad de tomar distancia. Hubo indignación con Bielsa por decirles, sin mirarlos a los ojos, verdades a la cara. No los ayuda vivir al aire 24/7. Ni un físico cuántico dice cosas pertinentes todo el tiempo.
Nada nos desorienta más que una selección sin corazón. Perdonamos jugar mal, pero no la falta de sangre, y no recordamos esa paradoja de diván de que garra también es algo de mala calidad. Si hubiera un psicólogo de países, la terapia nos llevaría un siglo.
Nos enorgullece y avergüenza que la entrega sea nuestra marca registrada. Por ello nos esperanza la llegada de alguien con la osadía de querer que seamos mejores. Tabárez era un lastre, un campeón de la tibieza.
Bielsa es un amante del fútbol, un trabajador perfeccionista. Dirigir es una sufrida tarea de despertar y sostener ilusiones, pero el puesto sirve para tener un culpable visible. Como somos bastante acomplejados y un poco chovinistas, parte de las sospechas sobre él están fundadas en su pasaporte.
El argentino permitió que Palermo tirara y errara tres penales en un partido. Entre locos la cordura es utópica, pero permítanme desconfiar de un líder que habilita tal zafarrancho. Permítanme desconfiar de un técnico que no se digna ni a escribirle por WhatsApp a un héroe de la patria. Permítanme desconfiar, por sobre todas las cosas, de un hombre que vive de jogging.
Alérgico a la demagogia, Bielsa prioriza lo colectivo sobre lo individual, la ética sobre la picardía, la generosidad sobre el egoísmo, lo noble por sobre el resto. El fútbol no es tan binario, pero si me dan a elegir, me quedo con sus valores. ¿No convoca a Suárez por algo extrafutbolístico? Quizá.
Sus equipos se destacan por el protagonismo, la verticalidad y la testarudez. Peca de tozudo, pero ¿quién no? Su mayor dislate será el de hacernos sentir con derecho a la esperanza.
¿Qué dice de nosotros que seamos tan buenos en una actividad que nos hace reaccionar a los 40 como si tuviéramos 10? Si el principal deporte funge de recuperación semanal de la infancia y ello explica por qué en los estadios sobra gente y faltan adultos, es esperable que cuando hablemos de fútbol abunden los caprichos, la ingenuidad y la ilusión de la niñez.