Inconformismo mundial

Salvo para el que lo gana, un Mundial es inexorablemente una derrota. Intentan clasificar más de 200 países y uno levanta la copa. Estamos a siete años de 2030 y parece que ya perdimos. La sensación es rara, más agria que dulce. ¿Era mejor perderse la fiesta del todo? ¿Nos alivia este premio consuelo? ¿Quién quería ver un Canadá-Irán en el Supicci?

No era realista esperar que le dieran la organización a un país que todavía aspira a construir su primera autopista, a la nación más caótica del mundo y a ese misterio llamado Paraguay. No era realista, pero este invento de la FIFA es desconcertante para todos menos para el hombre que la dirige: Gianni Infantino.

Los escritorios de Zúrich nunca brillaron por su pulcritud, pero incluso para sus deprimidos estándares, el presidente demuestra una vez más que maneja el caradurismo con más habilidad que Messi la pelota. Genera casi tanto rechazo como el baile del capo de la Conmebol.

Infantino es el hombre que llegó a Qatar, dijo sentirse qatarí, gay e inmigrante, pidió que no se criticara más al país y aseguró que él estaba ahí para ser crucificado. Es el hombre que en el Mundial femenino le pidió a las mujeres que pelearan las batallas adecuadas en su lucha por la igualdad. Es el hombre que amplió el Mundial a 48 países. Un pecado. Y el que quiso que se organizara cada dos años. Un delito.

Cuando parecía que ya no podía tirar más de la cuerda, nos tiró unas migajas de su irrefrenable cinismo. Un partido. El inaugural. Podremos decir que el Mundial volvió a casa. La fiesta nos durará 90 minutos y la nostalgia, dos siglos.

¿Quién puede competir con los recursos infinitos de Arabia Saudita? Gastaron casi medio billón de dólares en pases de futbolistas y ahora se aseguraron un Mundial. Con tres partidos en Sudamérica y el resto en Europa y África, le corresponde a Asia/Oceanía organizar el Mundial de 2034. El enroque de Gianni. 

Qatar, un país con violaciones a los derechos humanos casi tan grotescas como las de los sauditas, organizó el último así que ni siquiera podemos espantarnos por este nuevo logro saudita. No es que a los futboleros, ni a la gente, le importe pero en Arabia Saudita te condenan a muerte por un tuit. 

Parece casi una ingenuidad pensar en el impacto en lo deportivo que el Mundial se haga en seis países. Parece absurdo que nos preocupemos de algo que va a suceder en 2030, que le dediquemos tanto tiempo a algo que solo debería generar disfrute. 

Es cierto que provoca un poco de asco que la FIFA se empeñe en romper al principal torneo del mundo. Ello no es intransigencia al cambio, sino una idea algo romántica de que no todo tiene que terminar tan manoseado. 

El primer Mundial se jugó en 530 kilómetros cuadrados después de que algunas selecciones viajaran en barco durante dos semanas. Un siglo después habrá que estar 12 horas en un avión para ir de una sede a otra. Un privilegio para unos pocos. Peor es ser opositor saudita o chileno. No está bien alegrarse porque no no los hayan invitado al festejo. Es una actitud casi tan mezquina como la de la FIFA. 

En un aspecto sí hay que agradecerle a Infantino, además de que ya estamos clasificados para 2030: no tendremos que organizar la ceremonia inaugural. Es un alivio porque el mundo jamás podía estar preparado para un cabezudo de Obdulio en el medio del Centenario. Al final, nada nos viene bien.

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