Gris credibilidad

Es innegable que el presidente lee cada vez mejor. Esta semana, en la ONU, en casi 15 minutos de discurso apenas trastabilló un puñado de veces (11).

Su mejor momento fue cuando dijo “creánmes” [sic]. En Presidencia tuvieron la delicadeza de corregir la transcripción, aunque se les pasó por alto lo de la “suspensión de las muertes”. Suspender muertes. Nadie sabe qué idioma es, pero seguro no es español.

Horas después de que pronunciara 12 veces la palabra paz, hubo siete homicidios en Uruguay y un tiroteo en la puerta de una cárcel. ¿Paz?

Su debut en la Asamblea General fue una oda a la autoindulgencia nacional. No está claro si la frase según la cual nuestra fortaleza reside en la incapacidad para molestar es un hallazgo del marketing político o la manera más mediocre de venderse. Todo indica que sea lo segundo.

“Uruguay está en condiciones inmejorables de ofrecerse al mundo como un anfitrión de negociaciones”, dijo tras olvidar que tenemos peor conectividad que Bolivia, precios de Ginebra y un inglés tan chato como esta tierra. ¿En qué vamos a mediar? ¿Queremos resolver la guerra en Medio Oriente? ¿La de Ucrania? Podríamos empezar diciendo y haciendo algo en torno a las tres dictaduras de América Latina.

Y sí, el presidente puede ir al estadio. Pero también le podría caer encima una bengala.

En un mercado internacional saturado de testosterona geopolítica, posicionarse como aburrido pero confiable es una estrategia. La anáfora “Vengo de un país…” funciona como jingle institucional. No promete hazañas, sino rutina, y la rutina -reglas estables, macro ordenada- es la más burguesa de las virtudes políticas. No tiene épica, pero evita incendios.

Hay, de todos modos, un riesgo: que el amor por la tranquilidad se convierta en parsimonia, conformismo y fracaso. Como pieza, el discurso consigue lo que busca: marca país asentada en instituciones, moderación y una oferta al sistema multilateral. No compite en decibelios; compite en credibilidad, aunque no reluzca glamour ni huela a hazaña.

El presidente también habló en el evento En defensa de la democracia. Ahí sí uno hubiera imaginado que mencionaría a los regímenes autoritarios. Pues no. Sí deslizó la idea de que, al final de un mandato, más que el crecimiento del PBI habría que considerar si la gente era más o menos feliz. Claro, uno se mide y lo otro no.

“La libertad es algo increíble”, dijo. Y ocho mil millones de personas alrededor del mundo asintieron. Un comentario casi tan original como el que vino a continuación: “Desde distintos sectores de las corrientes de pensamiento dejamos de hablar de esto”, lo cual lleva a la pregunta de dónde vivió en el período anterior, cuando el presidente decía libertad más que buenos días.

Lo de la felicidad no se quedó por ahí, porque también dijo que lo que no tenemos es “el tiempo de hacer las cosas que, antropológicamente, debemos hacer para ser felices”. “De nada sirve pasar por esta vida siendo un esclavo”, agregó, en un intento de canalizar al Mujica que sueña con llevar dentro, “ya sea de un régimen político que no te deja mover pero que es exitoso económicamente, o siendo un esclavo del trabajo permanente y del rigor excesivo para tener más recursos y poder acceder a más y más cosas”.

Al finalizar la sesión de terapia grupal junto a Boric, Lula, Petro y Sánchez, insistió en poner sobre la mesa la felicidad del ser humano. El giro suena noble, aunque el riesgo es la metafísica barata: cuando la vara es la felicidad, todo cabe y nada obliga. Convertir el eslogan en política significa cosas prosaicas porque la felicidad no se escribe con incienso, sino con turnos en hospitales y patrulleros en las calles, con trámites en diez minutos y maestros en las clases.

Anunciar que “vamos a revalorizar la democracia” sin mejorar los cuellos de botella que la vuelven ingrata suena a palabras sin sustancia. No alcanza con repetir la palabra libertad como si fuera un hechizo. Hay que enlazarla a cuestiones concretas. El tono es correcto, la brújula moral está bien orientada, pero la esperanza no vuelve por mera invocación. Renace cuando hay evidencias.

En el tercer discurso de esta semana, en el evento Democracia Siempre, recordó frases de su mentor al decir que “la alegría de vivir es, esencialmente, tiempo. Y para tener tiempo, de nada vale amontonar, porque si tenés que amontonar, tenés que trabajar mucho”.

Uruguay exporta frugalidad premium del mismo modo que otros exportan litio, y apelamos a la modestia como soft power (¿Qué otra cosa podríamos ofrecer?). Tener tiempo es, además, un privilegio antes de ser una filosofía. Pedir moderación al acumular tiene ecos disímiles: la austeridad elegida es virtud; la austeridad impuesta es otro cuento. ¿Cuánto vale comprar tiempo a millones y quién lo paga?

No solo no alcanza con el mantra de no amontonar si la góndola te cobra esa filosofía a precio de oro, sino que la política no debería mandarnos a ser felices; debería, como mínimo, no molestar cuando por fin lo intentamos.

Después de un período en el que se cuestionó el supuesto exceso de diplomacia presidencial, el nuevo mandatario ya estuvo de viaje durante uno de sus primeros siete meses de gobierno. Es bueno que esté en contacto con el mundo exterior, siempre y cuando no se olvide de que el desafío mayor, el único que importa, es mostrar que puertas adentro sus acciones y los resultados ayudan a la gente a acumular prosperidad y no solo promesas, planes y discursos.

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