La pregunta es obvia: ¿por qué un adolescente olvidado por el Estado, habría de respetar las reglas que este le impone? ¿Para qué habría de acatar las normas de una institución a la que su existencia le importa un pito? Piense el lector en sí mismo, en cuánto le cuesta pagar sus impuestos para luego ver como el gobierno los gasta en una Secretaría de Género, un festival de arte lésbico o en un recital de Lali Espósito. Ese divorcio entre el esfuerzo del contribuyente y la ineficiencia y el delirio de los gobernantes, es el gran responsable por muchos de los males de nuestra sociedad.
El lector cumple de todos modos con el fisco porque es más lo que tiene para perder que para ganar. Pero cuando la ecuación se da a la inversa, la cosa se pone fea. En algunos contextos, completar la educación es casi imposible. Dentro del quintil más pobre de la sociedad, apenas el 13 % de los jóvenes llegan a nivel terciario y menos del 2 % logran completarlo. Y todos sabemos que, en el mundo de hoy, con estudios magros, solo se puede aspirar a un empleo de baja calidad.
¿Qué opciones quedan, entonces?
El narcotráfico es una. Conformado por estructuras en las que cualquiera, con un poco ganas y mucho de necesidad, puede integrarse, ofrece una alternativa para acceder a dinero rápido, posicionamiento en el grupo, poder y demás beneficios que de otro modo serían inalcanzables. La contra es la cárcel o la muerte. Pero como es sabido, el que comete un ilícito nunca piensa que lo van a agarrar.
En 2007 tuve la posibilidad de recorrer la favela Rocinha, en Río de Janeiro. Y vi una cuantas cosas que hoy veo en Uruguay. En la Rocinha de aquel entonces, muchos niños aspiraban a ser traficantes cuando fueran grandes. De hecho existía un juego infantil muy popular que consistía en representar las escenas de tráfico de drogas, habituales en el barrio. “Polvo a 10 reales, María a 5”, pregonaba un garotinho en una esquina. Otros niños que participaban del juego se le iban arrimando y entre todos realizaban el teatro de la transa. Estaban los que interpretaban a los policías y el que cumplía el rol del soplón. Las niñas eran las madres o novias desesperadas que peleaban con los agentes para que no arrestaran a su hijo. Otras hacían de mujeres de los jefes, ensayando movimientos y ademanes típicos de una diva del submundo. Además del juego, el guía que me acompañaba me mostró la primera policlínica de la favela, construida por el narco como aporte a la comunidad. Hasta entonces los moradores de Rocinha no tenían donde atenderse.
Casi 20 años después, esa realidad llegó a nuestro Uruguay.
En ciertos entornos, ser traficante, es una aspiración. Fíjese que en el año 2010, según dijo Fabián O´Neill en una grabación telefónica que se volvió viral, Diego Forlán era “el que se llevaba todas las minas”. Forlán es reconocido en el mundo entero por su buena educación y conducta ejemplar. En estos días, de acuerdo a la popular cantante La Joaqui, las chicas se sienten atraídas por muchachos con “cara de malo, con los ojos rojos, la pistola al costado, marginado yo lo amo”. Los tiempos han cambiado. Y hoy, es tan difícil que un chico o una chica de un contexto crítico agarre los libros, como fácil que los reclute el mundo del tráfico.
Faltan oportunidades. Falta sensatez y coraje político. Sobran estupideces.