Este autor es alérgico a la “tupamarología”. No porque no le guste la historia, o entender los entresijos en muchos casos aún por descifrar de ese período negro del pasado.
El rechazo viene por la exagerada presencia de este pasado en la agenda política actual, y en la forma en que es usado por los extremos para marcarle límites morales a los actores políticos de hoy. Eso en un país que necesita desesperadamente acuerdos macro para enfrentar los desafíos que ponen en cuestión su futuro como sociedad.
Pero en estos días el debate político ha estado marcado por la decisión del ministro de Defensa, Javier García, de abrir al público la llamada “Cárcel del Pueblo”, un centro de reclusión clandestino donde los tupamaros mantuvieron encerrados en condiciones deplorables a varias figuras públicas.
“¡Otra vez la pelota en casa de doña María!”, podría haber sido el primer comentario de un escéptico. “¿No tiene el ministro temas actuales en los que enfocarse?”.
Pero la noticia generó cosas reveladoras. Tal vez la primera, el masivo interés general, ya que fueron cientos las personas que se anotaron para visitar el lugar. Y la nota (y el video) sobre una recorrida al lugar figuró varios días entre las cosas más leídas en el sitio web de El País. O sea, nos guste o no, a la gente el asunto le genera interés.
La segunda, y tal vez la más deprimente, es ver cómo esos episodios siguen marcando a los actores políticos y académicos de hoy, al punto de hacerles perder cualquier atisbo de racionalidad.
Por ejemplo, el caso de la senadora frenteamplista Silvia Nane. Nane es una de las figuras clave de la bancada actual del FA. Alguien con cabeza abierta, formación técnica, que no suele entrar en peleas absurdas. De hecho, como presidenta de la Comisión de Derechos Humanos ha puesto sobre la mesa un tema serio, como es el impacto de los sistemas tecnológicos de reconocimiento facial, y su potencial de violar derechos individuales.
Y, sin embargo, consultada sobre este tema lanzó un rosario de acusaciones e insidias predecibles, sobre que sería un intento de reescribir la historia, de “lavar” la imagen de la dictadura, o que pondría al mismo nivel el terrorismo de Estado que la “violencia social”. Pero... ¿acaso no existió esta “cárcel”? ¿Hay que esconder la violencia de los tupamaros para valorar los crímenes de la dictadura?
Algo parecido pasó con el diputado Mahía, otra persona razonable, y por lo general constructiva. Pero que acá se siente en la necesidad de marcar un perfil insurgente, tal vez validarse ante sus correligionarios, criticando la decisión del ministro, y preguntando si también se iba a abrir al público el cuartel de Minas en el que Líber Seregni fue “detenido y torturado”. Seguramente que Javier García no tendría problema en eso, pero si el sitio es tan revelador, ¿por qué no lo hizo el FA en sus 15 años de gobierno?
Un comentario especial merecen las palabras del historiador Carlos Demasi, que cuestiona dos cosas: primero, “lo repentino de la demanda y que se decida sin debate social. (...)¿Quiénes son el presidente y el ministro para decidir por la sociedad?”.
Mmmm. Parecería que el Presidente y el ministro tienen cierto grado de legitimidad democrática para decidir sobre bienes del Estado. Pero ¿qué significa que no hay “debate social”? Más allá de que todo debate de más de dos personas es necesariamente “social”, ¿qué tendría que pasar? ¿Llamar a una Asamblea en el Estadio? ¿Que hubiera marchas exigiendo la apertura de la “Cárcel del Pueblo”? Claramente, el interés de la gente en conocer eso, existe.
En segundo lugar, Demasi nos enseña que “los Estados modernos surgen como resultado de la necesidad de su población de poder vivir en paz. Entonces, como dice la declaración de independencia de EE.UU. para defender los derechos es que se crearon los gobiernos. Los hombres decidieron ceder una parte de su libertad y someterse al control de un Estado para que este salvaguarde esos derechos”. Y por eso, la violación de estos derechos por parte de ese Estado sería más grave.
Parece que el viejo profesor no está tan familiarizado con la Constitución estadounidense, porque si hay allí una obsesión es limitar el poder del gobierno y su tendencia al despotismo. Al punto que la segunda enmienda de la Constitución habilita a tener armas para defenderse de ese gobierno.
Pero más allá de eso, ¿quién está poniendo al mismo nivel una violencia con la otra? Hay un discurso habitual, fogoneado en general por los ex violentos de los 60 y 70 o sus herederos políticos, de que no se puede hablar de esas cosas porque es replicar el “discurso de los dos demonios”. Como si esto fuera una especie de concurso a ver quién fue peor. ¡Nada que ver! Pero no se puede ocultar que hubo una década larga de guerrilla y terrorismo en Uruguay antes del golpe de Estado. Eso no lava ningún pecado de la represión militar, pero tampoco se puede negar si queremos conocer bien la historia. Y, sobre todo, no repetirla.