La pregunta era técnica. ¿Puede salir al balcón?
La duda era literal y judicial, sí. Pero también filosófica, estética y política.
La defensa de la condenada por corrupción que codicia el martirio pidió aclaración. Y la justicia respondió con una joya de la jurisprudencia: “El tribunal no ha vedado a la Sra. Cristina Elisabet Fernández de Kirchner, en principio, el uso y goce de ningún espacio específico de la arquitectura del inmueble en el que habita”.
Se espera de ella -agregaron los jueces- “criterio, prudencia y sentido común”. Que sepa distinguir cuándo un balcón es un balcón y cuándo es un acto político. Cuándo es arquitectura y cuándo es perturbación.
No hay doctrina para eso. Pero sí metáfora: una democracia en altura, suspendida entre la farsa y el derecho. Que mira desde arriba, pero no sabe si sube o cae.
Desde Roma hasta las revoluciones del siglo XX, el balcón fue símbolo de poder y de distancia. Ningún otro espacio combina tan bien la elevación física con la teatralidad política.
Argentina adoró el balcón. Perón entendió que la altura impone; Evita, que desde arriba las lágrimas llegan más lejos; Cristina busca su propia fórmula del balconismo. Poder sostenido desde las alturas, en un edificio con mármol en el hall y pisos de pinotea, donde la política es cosa de perspectiva y la perspectiva, de elevación.
Lo más fascinante es la coreografía, porque esto no es espontáneo, tiene una liturgia. Primero aparece la figura en el marco del balcón, con esos techos altos de más de cuatro metros que dan una presencia casi episcopal. Cristina baila, se ríe, saluda, forma un corazón con las manos, después una paloma, como si supiera que la mímica vacía es lo último que le queda a alguien como ella que ahora tiene seis años por delante de prisión domiciliaria. No hay discurso. Hay escena.
Después viene el gesto de los brazos, siempre el mismo, siempre en el mismo ángulo, como si hubiera un manual de instrucciones para saludar al pueblo desde el confinamiento. Y abajo, el coro griego de seguidores que saben cuándo aplaudir, cuándo gritar, cuándo mirar hacia arriba con devoción, y cuándo hacer uso del cartel que dice “Baño a voluntad” que colgaron en el taller de carpintería de enfrente.
Una vez que le pusieron la tobillera electrónica, salió. Abajo, los suyos coreaban que iban a volver. Algunas mujeres habían decorado sus propias tobilleras con flores. “Va a salir a saludar, así que vengan a darle amor”, anunció una dirigente, con tono de misa de domingo.
Y fueron. Porque cuando Cristina aparece, se produce esa mezcla de devoción y teatro, de política entendida como reaparición. No importa que no hable. O mejor. Importa más que no hable. Que alcance con verla.
En las paredes del barrio estamparon grafitis. “Cristina libre”, “Siempre con Cristina”, “CFK” con una V debajo. Desde la inmobiliaria, con otra lógica, promocionan el 3°F para “vivienda o uso profesional, ideal para escribanía, estudio jurídico o empresa”. No aclaran si es óptimo para observar actos políticos desde arriba, pero seguro eso se conversa en la primera visita.
Y en este escenario de símbolos contradictorios, la tobillera no es cárcel, pero tampoco libertad. Es un recordatorio de que el cuerpo ya no decide. Que el poder también puede ser vigilado. Cristina, que siempre supo bordear la ley y la puesta en escena, ahora actúa en un teatro con sensores y pasó de ser arquitecta del relato a prisionera de su leyenda.
Ese contraste -balcón y tobillera, imagen que flota y cuerpo que pesa- resume su tránsito de jefa indiscutida a ícono en disputa. La pelea ya no es solo con el gobierno. Es adentro. Sin liderazgos claros, el peronismo camina a tientas. Y Cristina quiere seguir ordenando desde lejos. Que su nombre aún movilice. Que su figura aún genere expectativa. Que el kirchnerismo, por qué no, pueda ensayar una canalización de votos desde el balcón.
Y quizás por eso el balcón funciona tan bien como símbolo terminal. Es el lugar donde la política se vuelve liturgia, pero también ruina. Puede elevarte o aislarte. Puede ser tribuna o jaula. El punto de partida de una revolución o el epílogo de una tragedia.
Cristina, en su ocaso, piensa en el legado manchado por la inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos. Desde el encierro, con voz grabada y tono de hechicera, le dijo a la Plaza de Mayo que está presa no por lo que hizo, sino por lo que representa. Cantó, como en trance: “Vamos a volver, con más sabiduría, más unidad y más fuerza”.
Dijo estar firme y tranquila, “eso sí, con prohibición de salir al balcón. Dios mío, qué cachivaches que son. Menos mal que no tengo macetas con plantas, porque ni siquiera las podría regar. Qué gente ridícula”.
Cuando parecía que todo había terminado, resurgió la voz de la camaleónica y maquinadora actriz de 72 años: “Hola, ¿me escuchan ahí en Plaza de Mayo? Soy yo, Cristina, estoy acá en San José 1111, ¿se escucha?”.
Hay días en que uno se levanta creyendo que el mundo tiene algo de sentido. Y entonces ves a una expresidenta presa en su casa, con tobillera electrónica, sin prohibición de salir al balcón, pero advertida de no usarlo para molestar.
Empieza otra era de la política argentina. Al menos tendremos espectáculo. Y qué espectáculo. Desde el segundo piso. Con vista al precipicio.