El asunto no puede disimularse más: la utilización por parte de la izquierda del sistema de Justicia para hacer avanzar su agenda ideológica y partidista.
Se trata de la izquierda en un sentido amplio, no solo como sinónimo de Frente Amplio (FA): hay militantes con protagonismo independiente del FA, pero que cuentan con su aval tácito al momento de tomar iniciativas proizquierdistas en la Justicia; y está el amplio mundo social-político de las organizaciones activistas, que son todas de izquierda y cuyos vínculos con el FA varían en función de prioridades y elencos particulares.
No se trata de una caza de brujas que escudriñe la militancia del juez Recarey o del fiscal Da Rosa, por ejemplo, para juzgarlos en una lógica maccarthista. Cada uno piensa y vota como quiere en democracia y con libertad. Sin embargo, cuando se es un actor del sistema de Justicia, esa libertad de consciencia y adhesión política no puede traducirse en acciones que vayan contra los principios del derecho liberal que nos rige como República.
Nuestra democracia no admite el gobierno de los jueces. Que haya magistrados -sea Recarey, Emmenengger o el que fuere- que retuerzan la interpretación del recurso de amparo con el fin de contradecir políticamente medidas del gobierno, viola un principio republicano fundamental como es el de la separación de poderes. En ambos casos se verificó el sesgo proizquierdista, aunque también es cierto que el disparate de Recarey con las vacunas fue tan mayúsculo que el FA le soltó la mano.
El caso del fiscal Perciballe es muy grave. No sé cuál es su adhesión partidista, aunque seguramente sea un furibundo izquierdista. En cualquier caso, es exigible que cumpla con los principios generales del derecho, que son los que sustentan nuestra convivencia democrática y liberal. No puede por tanto procesar con pruebas endebles, estirando como un chicle el concepto de lesa humanidad con el fin de satisfacer una sed de venganza histórica y política zurda que reniega radicalmente del principio fundamental de la irretroactividad de la ley penal. No puede, impunemente, promover así una agenda izquierdista que daña la calidad institucional de nuestra democracia.
A blancos y colorados les cuesta mucho admitir estas realidades. Primero, porque creen en la separación de poderes y por tanto, se sienten incómodos señalando desviaciones que pueden ser malinterpretadas como presiones a la Justicia. Y segundo, porque asumirlas puede implicar tomar decisiones enérgicas: por ejemplo, derogar la ley de 2011 que derogó la ley de caducidad.
Sin embargo, el problema creció tanto que Gandini señaló sin ambages una de sus graves dimensiones: los diferentes ritmos con los que fiscalía trata asuntos judiciales, según que involucren a actores del gobierno actual o a referentes del FA. Y le faltó decir algo mucho más grave aún, como es que en todos estos años los fiscales que cumplen la función de acusación han sido elegidos a dedo por el fiscal general de la nación, algo que recién fue modificado por esta rendición de cuentas.
El elefante amarillo de la partidización izquierdista en la Justicia ya no puede disimularse más. Es un problema institucional muy peligroso que deteriora la calidad de nuestra democracia. No se resuelve fácilmente.