El sombrero de Fratti

No vengo de familia que tenga vinculación con la interrupción de la democracia”. Con esa afirmación, el tambaleante ministro de Ganadería, Alfredo Fratti, se defendió de los conceptos que el senador colorado Pedro Bordaberry vertió sobre las sorpresivas decisiones que el secretario de Estado anunció respecto a la exportación de ganado en pie.

Como cualquiera sabe, la familia no se elige. A uno le toca y chau. Por obra del azar cósmico para algunos, de un Dios para otros. Pero, para todos, la familia está ahí, esperando en la puerta del mundo, sin que uno pueda pedir que se la cambien por otra que nos caiga más en gracia, que tenga más dinero o que presente una ideología más acorde a la que guiará nuestros pasos en el futuro.

Lo que sí se elige es la colectividad política a la que uno adhiere.

Eso es un derecho fundamental en las democracias. Y la que Fratti escogió -seguramente mediante una decisión libre y sesudamente analizada- es una que apoya interrupciones democráticas. O directamente dictaduras. Como Venezuela y Cuba.

Y que las principales figuras de esa colectividad acostumbran justificar, pública y olímpicamente, con retorcidos recursos dialécticos, cada vez que se les pregunta sobre el escabroso tema.

Fratti eligió formar parte de un partido político amigo de interruptores de la democracia con la misma libertad con la que eligió su sombrero Panamá. Lo hizo porque le pareció una belleza de sombrero, porque era el que se adecuaba mejor a su estilo, o bien el que pudo comprar. No importa.

Lo cierto es que parece absurdo que, bajo la sombra de la paja toquilla finamente trenzada que le protege la mollera del sol, y de la colcha de retazos bajo la cual abriga su pensamiento político y social, el ministro emita semejantes comentarios que nada tienen que ver con el foco de la crítica recibida.

Como también parece absurdo que otro ministro ensombrerado -no en el estilo tropical de Fratti, sino más del frío, con una gorra a la usanza londinense- haya declarado que el operativo del último clásico del fútbol uruguayo fue “excelente” y “cumplido a la perfección”.

El agente de policía que perdió sus genitales, quemados por una bengala náutica, no debe tener la misma opinión que su jefe. Y los tres millones de hinchas del fútbol que tiene Uruguay, tampoco.

Si tomamos como buenas las palabras del ministro del Interior, Carlos Negro, ¿qué podemos esperar, entonces, para el día que el operativo salga mal?

Pasan los años, los lustros, los gobiernos de diferentes pelos, y todo sigue igual. Ir al estadio continúa siendo un deporte extremo, y nadie hace nada por mejorar la situación.

Solo los barras bravas han cambiado un poco: ahora se cubren el rostro para no ser identificados por las cámaras de seguridad.

Entonces, en vez de reírse de las autoridades a cara descubierta, lo hacen bajo una fina capa de tela, protectora de la identidad.

Pero se les matan de risa igual que siempre.

Con la gorra o el sombrero encasquetado hasta los hombros, nuestros gobernantes no ven lo que ocurre.

Mucha facha, pero poca visión.

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