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El Obelisco

JUAN MARTÍN POSADAS

Me he impuesto una obligación: ciertos episodios memorables de nuestro pasado inmediato que han sido insensatamente relegados, en cuanto de mí dependa, no quedarán sin su condigna evocación.

En noviembre de 1983 tuvo lugar el acto del Obelisco. La consolidación de una nacionalidad se da sobre la veneración de sus actos de grandeza, evocados, rememorados, celebrados como un culto y relatados a las generaciones sucesivas. Este año 2007, como siempre, no habrá celebración oficial de aquella fecha y es probable que su recuerdo tampoco sea rescatado en la televisión o en la prensa. Todos los años hay menciones y recordación (de parte del gobierno, del Pit, de los estudiantes) del 27 de junio, es decir, la fecha convencional de la caída de las instituciones en 1973. Se vuelve sobre la caída pero nunca se festeja nada vinculado a la recuperación; una señal más de la desorientación que padece el Uruguay en su cabeza y en su corazón.

Voy a evocar el acto del Obelisco transcribiendo fragmentos de lo que escribí en caliente, al caer la tarde, el 27 de noviembre de 1983 y publiqué en La Democracia. "Después del pasado domingo, cuando empezamos a volver del Obelisco, cada uno para su casa, los uruguayos sentimos que nos habíamos hecho un bien unos a otros. (…) Creo que fue una concentración a la cual la población afluyó masivamente, no tanto para escuchar lo que le fueran a decir cuanto a decir ella misma, personalmente, su decisión. A comunicar una vez más que tiene las cosas claras, que sabe lo que quiere y que quiere que se le respete. La gente fue al Obelisco y llenó el Parque de los Aliados y llenó todo lo que había para llenar alrededor sabiendo muy bien a qué iba. Sabiendo lo que busca y le llena de esperanza y sabiendo lo que le falta, lo que se le debe. Acudió a proclamar un Uruguay sin exclusiones. Un Uruguay que les debe ser devuelto, por encima de otro motivo, porque ha demostrado que se lo merece". Hasta aquí la cita.

Hay un conjunto de uruguayos que se inclina por la conmemoración de los fracasos; evocan los sufrimientos, las pérdidas, la sangre, el sacrificio, la muerte. Respeto esa disposición: lo hago por no herir pero no siento afinidad por ella. Prefiero que, pasados los años, nuestro pueblo festeje los episodios y los momentos en que logró alguna de sus victorias. Sobre todo las victorias más limpias. El acto del Obelisco fue una victoria enorme, digna de permanecer en la memoria colectiva y de ser conmemorada todos los años. Fue, sobre todo, una victoria sobre los proyectos excluyentes que se habían disputado el país. Su lema, su proclama, suspendida sobre la cabeza de quienes ocupábamos el estrado y a la vista de todo el mundo era: por un Uruguay sin exclusiones. Esa era la victoria; el retorno a un sentido nacional compartido (sentimiento que había sido abandonado, ya con escepticismo ya con soberbia). Y hubo eco: la gente acudió.

La verdadera recomposición nacional, la que no se basa en señalar derrotas y, ni siquiera, en pedir justicia, es aquella que apunta a la consolidación de un Uruguay sin exclusiones. Nada hay más generoso, desinteresado y libre de sospecha. Del pasado siempre se aprende. Unos aprenden ciertas cosas, otros no pueden olvidar otras. Aquellas cosas de su pasado que un pueblo conmemora son el reflejo del estado de su alma. Comprendo todos los recuerdos, pero para construir la patria me identifico con aquellos que, como la conmemoración del Obelisco, recuerdan victorias; victorias que nadie, sino la gente, se puede apropiar.

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