El legado de Francisco I no está en sus acciones y posicionamientos en el tablero internacional. Más allá de sus aciertos y de las intenciones que haya tenido cuando dio pasos en falso, en la política mundial es donde cometió errores. Su valioso legado está en lo que irradió al mundo su carisma, su personalidad, incluso su rostro, su forma de hablar y el tono y la cadencia de su voz.
El común de las personas no sigue las posiciones políticas, litúrgicas y teológicas de los pontífices, sino lo que transmite la imagen de esos líderes de visibilidad mundial. El grueso de la humanidad abraza o rechaza lo que irradia la personalidad, los modales y los gestos que constituyen el carisma de los pontífices, además del destinatario de sus prédicas. Y lo que irradió Francisco desde sus gestos y su forma de expresarse y transmitir mensajes coincidentes con su imagen, es una mezcla cálida de bondad, humildad y una cercanía con la gente que incluye comprensión, compasión y acompañamiento.
Irradiar esos valores que lo hicieron apreciado en el mundo es un legado sustancial en este tiempo de liderazgos brutales.
Donald Trump y muchos líderes ultraconservadores que admiran al jefe de la Casa Blanca constituyen el paradigma del supremacismo arrogante, que se expresa con agresiva vulgaridad y coloca su ego desmesurado en la función que corresponde a la inteligencia y la responsabilidad.
Ese modelo de liderazgo intolerante, que desprecia la debilidad en todas sus formas y aborrece la disidencia con gestos y palabras cargados de violencia, es el que está en auge montado a la ola ultraconservadora que recorre el mundo.
En las antípodas está lo que irradió el carisma amable y humanista del Papa argentino. Eso lo volvió imprescindible en un tiempo plagado de dirigentes y gobernantes que ostentan insensibilidad y procuran imponer sus convicciones absolutas con desprecio por la crítica y la oposición.
El Papa argentino transmitió calma y sencillez en un escenario mundial donde se multiplican los liderazgos que transmiten histeria y fanatismo; mientras que al interior de la iglesia, lo que deja como legado es el intento de apertura hacia la diversidad del universo humano y la voluntad de continuar enfrentando la corrupción que marida con el oscurantismo religioso en los pliegues oscuros de la curia romana. Un desafío que inició su antecesor, Benedicto XVI, quien precisamente por eso se sumó al exiguo puñado de Papas que, en la milenaria historia de la iglesia, renunciaron a la función pontificia.
Las últimas dimisiones anteriores a la del teólogo alemán que antecedió a Francisco, fueron la de Celestino V, quien duró pocos meses en el sillón pontificio por no soportar las intrigas en la cúpula eclesiástica, y la de Gregorio XII, quien fue elegido con la condición de renunciar poco después.
El Papa del siglo XIII, cuyo nombre secular era Pietro Murrone, aparece en la Divina Comedia rondan el círculo más superficial del infierno, porque Dante Alighieri lo consideró un pusilánime sin coraje para enfrentar a las fuerzas oscuras.
Dos siglos más tarde se dio el caso de Gregorio XII, cuya renuncia fue acordada en el cónclave que lo encumbró para luego canjear su dimisión por la del entonces Papa de Avignon, en el marco del llamado Cisma de Occidente.
El último de los casos fue el que convirtió en sumo pontífice a Jorge Bergoglio. La renuncia de Benedicto XVI había sido su último acto de resistencia contra los rincones más oscuros de la Curia Romana, donde suelen maridar por conveniencia política el oscurantismo religioso y la corrupción.
La deslealtad de su mayordomo (el funcionario eclesiástico más cercano a los pontífices) expuso crudamente la pérdida del poder político de Ratzinger. Paolo Gabrielle traicionó a Benedicto XVI filtrando a la prensa información surgida de los sótanos morales de la iglesia. Y cuando un mayordomo traiciona a su jefe directo se trata de un mensaje inexorable: el Papa carece de apoyo y de gravitación en la estructura vaticana.
La guerra de Ratzinger tuvo como principal batallas el combate a la pederastia y el nombramiento del abogado alemán Gotti Tedeschi, quien tenía como misión prioritaria reformar el IOR (banco vaticano) para llevar claridad a las turbias finanzas de la iglesia.
El pontífice le arrojó con lo único que le quedaba para poner al descubierto ese nido de corrupción: su renuncia. Pero eso no impidió que a la batalla la ganara la sórdida codicia de ese poder que anida en las tinieblas.
Francisco mantuvo la pulseada hasta el final. A lo largo de su pontificado fue nombrando cardenales que aseguren la continuidad del combate que comenzó su antecesor. El cónclave para sucederlo será también campo de batalla. También lo será de la puja entre vertientes teológicas tradicionalistas, que rechazan debatir en profundidad el mensaje evangélico y se erigen en guardianes feroces del dogma, y vertientes vanguardistas que impulsan una vida intelectual eclesiástica más dinámica y menos temerosa a la apertura y los cambios.