En el momento que escribo esta columna faltan unas doce horas para que Roger Waters actúe en el Centenario. No sé cuánta gente lo verá y de qué calidad será su show, ahora titulado “This is not a Drill”, que se traduce como “esto no es un simulacro”. Tampoco sé si el artista habrá de manifestarse en público para quejarse de que tanto en Buenos Aires como en Montevideo varios hoteles le negaron alojamiento, pese a que su presencia fue declarada por la alcaldía montevideana de interés cultural y el Ministerio de Economía aprobó, a partir de esa declaración, una exoneración impositiva para el espectáculo.
El asunto del interés cultural que tuvo el artista y su show es lo que previo al mismo agitó el ambiente político y movilizó a integrantes de la cultura en defensa de ese interés, ante el reclamo de un edil y de organizaciones judías para que esa declaración fuese anulada. Según la intendenta Cosse, la gestión para la declaración se hizo hace meses y una vez concedida, no es posible anularla. Cabe recordar que, en su primera visita al país, en 2018, Waters fue distinguido como visitante ilustre, algo que se ha hecho con muchos artistas extranjeros.
El tema no es el Roger Waters músico, fundador y exintegrante de la legendaria banda Pink Floyd y coautor del álbum The Wall, el cual ha transformado desde hace años en el núcleo principal de cada uno de sus shows. El asunto pasa por su pensamiento político y sus posturas públicas que, por supuesto, tiene derecho a tener y expresar. En tal sentido, sus recientes declaraciones a propósito de la guerra entre Israel y el grupo terrorista Hamás, provocaron estupor e irritación en instituciones judías en ambos lados del Río de la Plata. A partir de estas y llegado el artista, hoteles de Buenos Aires y Montevideo se ampararon en el derecho de admisión para aceptarlo como huésped. Sin embargo, sus recitales no se cancelaron y el público que pagó su entrada para verlos, lo hizo.
Días atrás, Waters declaró al medio Página 12 que “Tenía una cena el 16 con José Mujica, el expresidente de Uruguay, quien es amigo mío. No puedo ir porque el grupo de presión israelí o como sea que se llame me ha cancelado”. Puede que lo hayan cancelado a él, pero no a sus shows y sus desplazamientos en los países anfitriones. Además, tiene dinero de sobra para alquilar un apartamento o varios en Airbnb por los días que permanezca. Pero, la queja de Waters es puro pamento si se la remite a las causas de esa cancelación relativa -puede actuar y expresarse en el escenario- porque desde hace años ha sido acusado de antisemitismo. La última prueba la dio en una entrevista reciente con el periodista Glenn Greenwald, que ha sido muy critico con ciertas políticas de Israel. Waters dijo que el ataque de Hamás en Israel el 7 de octubre “fue exagerado fuera de toda proporción por los israelíes, que inventaron historias sobre decapitaciones de bebés”.
En relación a lo anterior existe un documento de más de 40 minutos filmado por los propios terroristas de Hamás y por celulares de las víctimas, difundido hace poco en presencia de representantes diplomáticos y prensa internacional. Las imágenes hablan por sí solas y verlas es estremecedor. Cuerpos masacrados, abandonados en el suelo luego de ser rematados, mujeres degolladas delante de sus hijos, niños vivos metidos en hornos encendidos, familias enteras asesinadas sin piedad. Decenas de jóvenes asesinados de forma salvaje mientras disfrutaban de un concierto. En fin, Waters no puede decir que todo eso se trata de una exageración de los israelíes cuando existe esa filmación de la masacre realizada por los mismos que la cumplían y por quienes la padecían.
Pero, además, existe un documental titulado “El lado oscuro de Roger Waters” en el que colaboradores del músico lo acusan de antisemita en un film que es una investigación producida por la Campaña Contra el Antisemitismo y dirigida por John Ware, un experiodista de la BBC. En el documental se recogen los testimonios de personas que trabajaron con Roger Waters, que ofrecen ejemplos de comentarios despectivos sobre los judíos que habría realizado el líder de la banda.
Norbert Stachel, saxofonista de origen judío que trabajó con Waters, relata que este hizo una burla sobre su abuela cuando supo que había sido asesinada en el Holocausto, según consigna The Guardian. Stachel cuenta que Waters perdió los estribos en un restaurante durante una gira por el Líbano, donde exigió que los camareros “se llevaran la comida judía”. El saxofonista reconoce en el documental que un amigo le recomendó que no respondiera a los comentarios de Waters sobre los judíos si quería conservar su trabajo. El productor del documental opina que Waters parece no ser consciente de su antisemitismo, “pero como persona con un altavoz público poderoso, tiene la responsabilidad de comprender que lo que hace afecta a otras personas y, por lo tanto, puede que no lo sea, pero camina como tal y habla como tal” ha dicho con ironía.
El asunto central en relación a Waters es su manifiesto antisemitismo. Y en esto no hay posturas tibias o que relativicen esa condición. El antisemitismo tiene siglos de existencia y ha permeado en todas las épocas con expresiones nefastas que todos conocen con solo leer El diario de Ana Frank. Aplaudir, como aquí se ha hecho, la llegada del artista con una carta firmada por intelectuales que ignoran su antisemitismo y soslayan la comprobada matanza del 7 de octubre, abundando en cuestiones internas de nuestro país y derivando hacia temas que no vienen al caso, configura la expresión de una corrección política alineada con los intereses de la guerra santa que se ha declarado en este conflicto entre Israel y Hamás. Es el peor islam contra Occidente, por si no lo saben.
Ser antisemita implica ser racista, xenófobo y adherir a la eugenesia fascista y nazi, como mínimo. Es compartir la visión de Adolf Hitler, Henry Ford y Josef Mengele por nombrar a algunos. Es creer en la superioridad de la raza aria y alentar el exterminio de las razas que una élite considera inferiores. Es ignorar que “Los protocolos de los Sabios de Sión”, base del antisemitismo moderno, es un fantasioso libelo antisemita publicado por primera vez en 1902 en la Rusia zarista, cuyo objetivo era justificar ideológicamente los pogromos que sufrían los judíos.
Adherir a todo esto le ha costado a Roger Waters quedarse sin hotel en Montevideo y en Buenos Aires, poco padecimiento si bien se mira.