Los doce años Gabriel García Márquez estuvo a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un cura que pasaba lo salvó gritando “¡Cuidado!”. El ciclista cayó a tierra y el sacerdote, sin detenerse, le dijo al futuro autor de Cien Años de Soledad “¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?”.
Esta semana recordé la anécdota.
Hace once meses escribí una columna donde analicé informaciones que El País y El Observador dieron sobre la investigación administrativa del otorgamiento de un pasaporte. De la misma surgía que una funcionaria consular envió con el rótulo de alta prioridad a la oficina del ministro información sobre el solicitante del mismo. Ello un mes antes de los famosos mensajes de whatsapp con un pedido de información a la subsecretaria. También se conoció una reunión en la que se coordinó la estrategia de una interpelación donde se ordenó ignorar esa comunicación por whatsapp entre los subsecretarios.
Por todo ello renunció la vicecanciller. Quienes sabían del tema antes que ella no lo hicieron. A partir de esa información di mi opinión. Dejé claro que la Dra. Ache no era la principal responsable. Sus superiores y colegas sabían de ello antes. El tiempo parece haberme dado la razón.
Cuando escribo trato de fundamentar lo que afirmo. Intenté hacerlo cuando la ciudadanía me distinguió al elegirme senador. A veces acerté, otras no. Cuando la construcción del Antel Arena a un costo anunciado de 40 millones de dólares, me asesoré y expresé que serían no menos de 80 y con seguridad más de 100. Fueron 120. Cuando se propuso como base del remate de los aviones de Pluna la cifra de 140 millones señalé que en el mercado no valían más de 80. Después vino Cosmo, el caballero de la derecha y la venta de los aviones a menor valor.
Mis palabras en la columna de enero parecen tener un poder que desconocía. Citado por la Fiscalía Penal uno de los indagados afirmó que participé de una “trama” en su contra asociado con un abogado penalista.
No participé aunque nada me hubiera impedido hacerlo. No tendría problemas en reconocerlo. Pero no fue así.
Tenía razón García Márquez. Para alguno las palabras tienen un gran poder.
Lo que lleva a reflexionar sobre lo que sucede.
Nos encontramos ante el fracaso de la Política que está transfiriendo a la Justicia su incapacidad para resolver sus problemas.
Para los griegos y Tomás de Aquino Ética y Política eran la misma cosa. No se podía desarrollar actividad política si no era ética. Un día apareció Nicola Maquiavelo y distinguió los medios de los fines. También justificó que el Príncipe, el político, ejerciera actividades no éticas para lograr el bien.
Armó flor de lío.
La falta política, como la ética, no es una conducta penalmente punible por sí misma. Puede o no serlo. Se sanciona políticamente con remociones no con condenas.
Nuestra Constitución establece cómo llegar a ellas: interpelaciones, censuras, juicios políticos entre otros caminos.
Desde hace unos años es casi imposible hacerlo. Ello debido a que una mayoría, legítima, se niega a sancionar esas faltas. Durante los quince años de gobierno del FA las interpelaciones terminaban en un respaldo, aún antes de comenzar las mismas, al ministro. Por más que demostramos cosas aún más graves que la del pasaporte del señor Marset. Recuerden lo de Ancap, Pluna, ASSE, la Regasificadora, la compra de un avión presidencial disfrazándolo de sanitario, Gas Sayago, la entrega de entradas a barras bravas de clubes, la suspensión del Paraguay en el Mercosur y la entrada de Venezuela; Envidrio, los negocios con Venezuela y una larga lista.
Al no aceptar las responsabilidades políticas, abroquelándose detrás de actos cuestionables desde el punto de vista político, se empezó a hacer común llevar esas conductas a la Justicia.
Hoy vemos desfilar a denunciantes y denunciados frente a fiscales y jueces. Si en uso de su independencia estos no acceden a lo que piden, se dice que están tomados por tal o cual fuerza política. Si hacen lugar a las denuncias, imputando y condenando, resulta que están a favor del otro.
Es muy peligrosa esta judicialización de la política porque termina afectando a instituciones fundamentales en un Estado de Derecho.
Este lío del pasaporte no parece ser un tema penal. Empezó con una falta ética: la mala decisión política de ocultar comunicaciones al Parlamento en una interpelación. Bastaba con mostrarlas y decir que el pasaporte en cuestión fue dado dentro de las normas legales. Que lo fue. La responsabilidad por ello no es penal, es política.
Una sola persona aceptó en su momento la responsabilidad política por dicho acto y renunció. Los restantes quedaron en sus cargos. Si en ese momento se hubiera hecho valer la responsabilidad, no se hubiera llegado hoy a la Fiscalía. Donde, insistiendo en conductas equivocadas, se da un alcance de trama a las palabras escritas hace once meses.
Tenía razón el cura de la anécdota de García Márquez: qué poder tiene la palabra.