La OTAN eligió mentirle a Ucrania la razón por la cual no accedió a sus llamados de intervención militar contra la invasión de Rusia y le negó también establecer zonas de protección aérea para detener los bombardeos a ciudades.
Podría haber dicho la verdad en lugar de argumentar que el artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte le prohíbe entrar en acción si no es atacado un Estado miembro. Resulta obvio que, si no envió tropas al país invadido para colaborar en la lucha contra el ejército invasor y le negó protección aérea a las ciudades, es porque un choque directo entre la OTAN y Rusia europeizaría el conflicto. Esa sería la materialización de un viejo fantasma que merodea el orbe con el nombre de Tercera Guerra Mundial. Y en ese nivel, la conflagración sería nuclear.
A la pulseada que se libra en la antesala de una guerra entre superpotencias nucleares, no la gana la potencia que tiene más misiles atómicos en sus arsenales, sino la que tiene el gobernante más desequilibrado, con poderes ilimitados y dispuesto a desatar un infierno atómico; condiciones que aparentemente posee Vladimir Putin. Admitir el miedo que les provoca a las potencias occidentales el actual jefe del Kremlin, parece más razonable que una argumentación que no resiste la comparación histórica.
Si la OTAN sólo realizara acciones militares para defender a países que forman parte de ella, en 1995 no habría bombardeado a las sanguinarias fuerzas serbo-bosnias que perpetraban una limpieza étnica en Bosnia Herzegovina, ni habrían atacado a Serbia cuatro años más tarde para detener la deportación en masa de albaneses que el régimen ultranacionalista serbio llevaba a cabo en Kosovo.
Fue un ataque de la OTAN lo que detuvo masacres como las causadas en Sarajevo por sus sitiadores y genocidios como el de Srebrenica, ordenadas por el general Ratko Mladic bajo responsabilidad de Radovan Karadzic, para separar de Bosnia Herzegovina la mayor cantidad posible de territorio que luego anexarían a la “Gran Serbia” que promovía Slobodan Milosevic desde que el ejército yugoslavo perdió la guerra por la secesión de Eslovenia.
Los bombardeos a Belgrado con aviones y desde buques estacionados en el Mar Adriático, fue la operación de la alianza atlántica que comandó el general Wesley Clark en 1999 y logró detener las deportaciones de albaneses kosovares provocando la caída del régimen de Milósevic.
El expansionismo ultranacionalista serbio también había sido derrotado en el sur de Croacia, donde intentó separar a la región de Krajina de ese país que salió de Yugoslavia bajo la presidencia de Franjo Tudjman.
El gobierno ruso había elevado el tono exigiendo a la OTAN que no atacara a los serbios. Rusia ha tenido a ese pueblo eslavo como un estrecho aliado en los Balcanes. Pero las potencias de Occidente no se detuvieron ante las advertencias de Boris Yeltsin, que quedaron sólo en palabras.
Putin no es un presidente debilitado como estaba Yeltsin por su adicción al alcohol y sus problemas cardiacos en aquella Rusia des-sovietizada, confundida y abrumada. El actual jefe del Kremlin intenta en el espacio que ocupó la URSS, lo que intentó Milosevic cuando se desintegraba Yugoslavia.
La diferencia es que las repúblicas balcánicas que se independizaban de Belgrado, contrariaban la constitución de la federación yugoslava que defendía Serbia. En cambio, a la desintegración de la Unión Soviética la acordaron Rusia, Ucrania y Bielorrusia. Nadie se la impuso a Moscú, sino que Moscú la acordó con los gobiernos de Kiev y Minsk. Y en esos acuerdos se reconocían las fronteras que Putin empezó a violar enviando su maquinaria de guerra.
Así como Milosevic desempolvó el proyecto ultranacionalista de la “Gran Serbia”, intentando anexar territorios habitados por serbios étnicos, como lo había intentado la Alemania nazi haciendo estallar la Segunda Guerra Mundial, el napoleónico presidente de Rusia intenta reconstruir el imperio ruso que late en el ultranacionalismo paneslavista y que nació con el zarismo.