Si hay algo frustrante, es comprobar las propias limitaciones. Algo que nos toca prácticamente cada semana, cuando nos invitan al programa Séptimo Día de canal 12, donde nos chocamos con la diferencia radical que existe entre escribir un texto (algo que después de más de 25 años, creemos hacer dignamente bien) y salir en TV. En especial cuando tenés que argumentar en 3 minutos, ideas más o menos complejas, con el agravante emocional de tener a 2 metros a quien está diciendo exactamente lo contrario. Y te hacer hervir la sangre, cosa que no se debe notar.
La semana pasada el tema de debate era este “impuesto a los ricos”, que con imponer un gravamen de “apenas” un 1%, al 1% más rico, como por arte de magia, acabaría con la pobreza infantil.
Desde ya que la propuesta es fácilmente descartable. Por su irrealidad práctica, por su voluntarismo, por nuestra realidad local, donde como mucho habrá un par de docenas de personas realmente ricas, más algunos extranjeros que a poco que escuchen de eso, migrarán a climas más cálidos.
De hecho, al día siguiente del programa, un conocido que asesora a inversores nos contó de al menos dos que lo llamaron tras el programa, a decirle que volaban como golondrinas. Por algo el ministro Oddone salió rápidamente a decir que el gobierno no tiene nada que ver con esas ideas locas.
Como siempre pasa con estas cosas, apenas salidos del canal se nos ocurrieron 25 argumentos que hubiera sido interesante comentar, pero que en el fragor del debate con gente tan exuberante en su marxismo vintage como el senador González, se pasan de largo.
Por ejemplo nada menos que el caso de Marcos Galperin, el hombre más rico de América Latina, que escapó de Argentina por el acoso kirchnerista con propuestas parecidas a esta, y se radicó en Uruguay. ¿Le podríamos cobrar más impuestos? Capaz que sí, capaz que no. Pero por el simple hecho de que el hombre está entre nosotros, alguien lo convenció de financiar nada menos que toda la primaria del instituto Impulso. Un proyecto increíble, incrustado en el corazón de la zona más postergada de Montevideo, y que ayuda de manera concreta a cientos de jóvenes a tener otro horizonte de vida.
Ahí está el corazón de lo que pretendíamos decir el domingo pasado, y que no creemos haber sido suficientemente elocuentes. Porque el debate se fue por otro lado, discutiendo sobre una propuesta tributaria, sobre sus elementos técnicos. Y nosotros aspirábamos a otra cosa.
El punto clave acá es esa visión casi religiosa del Estado que hay entre muchos uruguayos, sobre todo de izquierda, que no logran asumir que no necesariamente esa institución es el mejor medio para lograr algunos fines.
Mencionábamos en el programa que en 2010, el Estado extraía a la sociedad uruguaya 12 mil millones de dólares para cumplir con sus fines. En 2024 está cifra más que se duplicó, llegando a 24 mil millones de dólares. Y la pobreza infantil está igual o peor. ¿Qué nos hace creer que porque le saquemos 600 o 700 millones más a la gente, ricos o no tan ricos, eso va a mejorar? ¿El impuesto de Primaria cambió algo de fondo? ¿El Fondo de Solidaridad?
Hay un argumento que es lapidario, al menos para nosotros, sobre lo falso de esa visión idílica del Estado como redistribuidor ejemplar de la riqueza. Y es su propia escala salarial.
Por definición hay tres funciones claves en un Estado: educación, salud y defensa. Pues si miramos los salarios de quienes trabajan en eso en nuestro país, son justamente los más postergados. Y en general ganan muchísimo menos que cualquier funcionario administrativo de una empresa pública o una oficina gubernamental, más o menos bien ubicada.
¿Por qué? Porque en el Estado, la conexión y la muñeca política pesan mucho más que la utilidad general a la hora de pelear por recursos. Es natural, es humano. Para un senador, para un ministro es más fácil decirle que no a un policía o una enfermera en Vichadero, que a quien le sirve el café, y le dice buen día cada mañana.
El mercado, con sus defectos, es mucho más orientado a resultado, más meritocrático (¡no!, ¡usó la palabra!), más eficiente a la hora de asignar recursos, que el Estado. Por algo, hasta la China comunista apela al mercado para esa función. Aunque Xi Jinping no parece el mejor alumno de Deng, y tal vez eso es lo que le está generando tantos dolores de cabeza a la economía de su país, y los crecientes rumores sobre su posible inminente caída.
Claro que decir estas cosas, implica que lo acusen a uno de creer en el maldecido “efecto derrame”, u otra consigna vacía de estas. No es derrame. Pero está más que probado que muchas veces es más eficiente la propia sociedad adjudicando recursos donde hacen más falta, que ese leviatán adiposo tan sensible a influencias sectoriales, que llamamos Estado.
¡Qué lindo hubiera sido decir todo esto hace una semana!