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Ciencia ficción

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Corría el año 2045 en un pequeño país democrático, que desde hacía décadas atravesaba crisis políticas de magnitud, cada vez más frecuentes y virulentas. Estas se originaban casi siempre en episodios de divulgación pública de conversaciones privadas. Al principio se trató de reuniones o llamadas telefónicas entre adversarios, registradas por uno o el otro en forma subrepticia.

Pero con el tiempo se llegó a extremos impensados: diálogos íntimos entre personas que mantenían relaciones sentimentales, consultas de amigos de tal o cual funcionario al que hablaban de che y vos en privado pero después escrachaban en público. Y al final, lo más sorprendente de todo: conversaciones entre autoridades de un mismo gobierno, que uno de los dos grababa sin permiso del otro para deschavarlo cuando fuera necesario y hacerlo harina.

Con el tiempo fueron tantos los intercambios privados utilizados para denunciarse entre sí, que las autoridades caían como moscas, sin importar a qué partido pertenecieran.

Pasó lo que tenía que pasar: a partir del año 2045 ya no quedaban, en ese pequeño país, dirigentes que obraran con espontaneidad, arrojo y pasión. Hasta en el más casual intercambio cara a cara, medían milimétricamente qué decir para no violentar las reglas sacrosantas de la corrección política.

No hubo más lisonjeros en lo público y carajeadores en lo privado: esa generación se volvió obsoleta y fue reemplazada por una nueva camada de administradores autómatas, que se cuidaban las espaldas hasta dentro del baño, y que tomaban sus decisiones ya no en base a una natural previsión de resultados, sino a un liso y llano pensamiento catastrófico. “Cualquier cosa que diga íntimamente a mi superior o subordinado inmediato, o a mi pareja, o a mis hijos o a mi mamá, puede ser grabada y usada para aniquilarme”, reconoció con cara de angustia un líder de esa época. Con esa discreción exacerbada, ganó la presidencia en las elecciones de 2044.

Los académicos ya no hablaban más de temas demodé, como la espectacularización de la vida privada. Compartir una foto del plato de comida en Instagram dejó de ser una opción personal y se transformó en obligación. Hasta las parejas se divorciaban a través de Facebook. Desatadas las tormentas mediáticas, entre los políticos se generalizó a todos los niveles el apuro por condenar al escrachado, desde un pedestal moral autoerigido que podía desplomarse cinco minutos después, cuando el honestísimo savonarola resultara a su vez víctima de un nuevo escrache.

Quienes tenían ambiciones de ser disruptivos, generando políticas innovadoras y valientes en procura del bien común, fueron los primeros en huir espantados de la arena pública.

Los expertos en distintas áreas -a quienes se les trataba despectivamente de “tecnócratas”- también rajaron. No estaban dispuestos a ser sindicados de malhechores por cualquier filtración que en el acierto o el error, los mostrara como humanos.

Hubo dos sobrevivientes de ese desbande, que terminaron adueñándose de la gestión pública. Por un lado los ajedrecistas. Y por el otro los timoratos, los buenos para nada pero siempre edulcorados y dispuestos a escandalizarse y condenar enérgicamente al apóstata caído en desgracia.

Cualquier semejanza de esta distopía con la realidad es, por supuesto, mera coincidencia.

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