China y la región

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Juan Pablo Cardenal
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En apenas dos décadas, China se ha convetido en un socio principal de América Latina en términos de inversión, comercio, préstamos y construcción de infraestructuras. Un desembarco que ha acontecido con sus empresas estatales, sus bancos de desarrollo y el apoyo de una diplomacia incisiva.

En este transcurso, los chinos han construido una relación mayormente asimétrica con América Latina, que se visualiza a través de la incapacidad de los gobiernos regionales para exigirle que invierta en industrias de valor añadido y no sólo en la mera extracción de recursos naturales. Ahora bien, más allá de lo anterior, de los déficits comerciales, de la falta de reciprocidad o de las condiciones de sus préstamos, la asimetría más preocupante es de conocimiento.

Que China nos conozca mucho mejor que nosotros a ella es el primer desequilibrio que la potencia asiática aprovecha y usa a su favor. En América Latina, esta carencia se hace particularmente obvia por los exiguos vínculos históricos, las barreras culturales, la distancia geográfica y, hasta hace poco, unos lazos comerciales mínimos.

Si América Latina aspira a tener con el gigante asiático una relación que trascienda de la subordinación, entonces afrontar esta asimetría de conocimiento es un primer paso imprescindible para que, a través de sus recursos, Pekín no logre monopolizar sin interferencias el discurso de la China actual, imponer su visión del mundo y marcar el rumbo de las relaciones bilaterales. Para este propósito, cierra alianzas y los acuerdos de colaboración financiados con dinero chino con universidades, medios de comunicación, el mundo empresarial, actores de la sociedad civil y, como lo demuestra un reciente estudio de la Fundación Konrad Adenauer, con partidos políticos.

El Partido Comunista chino (PCCh), fusionado con el Estado, dotado de recursos ilimitados y sin control ciudadano alguno, ofrece su “amistad” y “cooperación” a partidos democráticos que a menudo son frágiles, tienen pocos recursos y dependen de elecciones. Es evidente que no puede haber simetría en tales relaciones: la mera mención de que en los encuentros bilaterales se trata de espacios de diálogo “entre partidos”, como le gusta presentarlos al PCCh, es en sí ya muy discutible. Pero a China estas relaciones le sirven como parte de su plan para captar a las élites locales y tejer con ello una red de aliados por toda la región. Con distintas motivaciones, políticos de toda ideología se prestan a los métodos de Pekín al aceptar las invitaciones para viajar a China con todos los gastos pagados.

Aunque con frecuencia se etiquetan como viajes de capacitación, tienen el único propósito de exponer a los visitantes a la propaganda del régimen. El objetivo es que difundan en sus países los dogmas que para China son importantes y contribuir con ello a crear un consenso global favorable a las ambiciones geopolíticas de Pekín. Entre ellas destacan la “Iniciativa de la Ruta y la Franja” y la “Comunidad de destino común para la humanidad”, conceptos que repiten los viajeros en sus países convirtiéndose así, conscientes o no, en embajadores de facto de los intereses chinos y en defensores por elevación de los valores autoritarios que emanan del régimen comunista. Rendidos ante la retórica de amistad con la que se envuelve la relación, muchos son ajenos al hecho de que en el lenguaje político de Pekín la amistad siempre es estratégica, no personal.

La seducción de las élites extranjeras se plantea como un esfuerzo coral del PCCh. Como arroja el informe de la Fundación Konrad Adenauer, el PCCh mantuvo al menos 326 encuentros con representantes de partidos políticos latinoamericanos entre 2002 y 2020. A ello hay que sumar innumerables seminarios, conferencias y otros actos organizados y financiados por China sobre las temáticas que para ella son prioritarias.

Por tanto, a la ignorancia general sobre China se suma la citada estrategia de Pekín para llenar el vacío de conocimiento con sus aportes. Se entiende así la tentación de algunas de estas mismas élites de presentar al modelo chino como más veloz y eficaz para el desarrollo que el occidental. Un elogio del autoritarismo chino que incorpora inevitablemente una depreciación tácita de unos valores -la libertad, la democracia, los derechos humanos- a los que se supone ninguno de los visitantes latinoamericanos querría renunciar.

A lo anterior, se une la percepción por parte del mundo político y económico latinoamericano de que China es irremplazable como fuente de oportunidades. Y que, para que los negocios fructifiquen, es obligado que el clima político sea el óptimo para Pekín, lo que con frecuencia deriva en relaciones desiguales, pago de precios políticos y ausencia de crítica, cuando no en pleitesía. Por tanto, no abordar el déficit de conocimiento con respecto a China condena a América Latina pagar un alto precio: la consolidación de la relación asimétrica. Un diagnóstico certero del interlocutor asiático, por el contrario, es la premisa previa para mantener con China los pies en el suelo.

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