Boric, romance e hipocresía

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MARTÍN AGUIRRE
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La asunción de Gabriel Boric como nuevo presidente de Chile, si bien opacada en la atención mediática por la guerra en Ucrania, ha generado lo habitual.

Comentarios laudatorios, chorretes de sentimentalismo, odas a la juventud... todo condimentado con mucho uso de la palabra “social” y citas conmovedoras de Salvador Allende.

Particularmente la prensa y las agencias europeas tienen una debilidad crónica por enamorarse de cualquier dirigente “de izquierda” que salga de estas regiones primitivas del mundo. Cultivando, sobre todo en nuestra intelectualidad, esa convicción de que la solución a los problemas del continente más desigual del mundo vendrá de la mano de un caudillo con suficientes dosis de voluntarismo, en vez de procesos lentos de avance, como los que pasaron ellos.

En Uruguay, la “Boric-manía” tiene un fervor especial. Sobre todo en el sector de la “izquierda moderada”, tan golpeado electoralmente en los últimos tiempos, y que derrama saliva por la comisura ante cada frase del novel mandatario. “Necesito a todos, al gobierno y oposición”, “tengo claro que la historia no parte con nosotros”, “los desafíos son demasiado relevantes para quedarnos atados a las trincheras”. Casi tan aplaudido como aquello de “educación, educación, educación” de Mujica.

Para un observador menos consustanciado con la causa, menos proclive al sentimentalismo, o a las palmaditas paternalistas de la prensa extranjera, hay cosas que hacen difícil sumarse a esta ola de optimismo colectivo. Sobre todo, si ha seguido más o menos de cerca las noticias chilenas.

Es que este Boric “paz y amor” es un fenómeno bastante reciente. Tal vez se podría marcar su nacimiento luego de que ganara de manera sorpresiva la interna de la izquierda chilena al candidato comunista Daniel Jadue. A partir de ahí se procesó un cambio radical de imagen, quedaron atrás los cortes mohicanos, la ostentación de panza, las citas a la Polla Records. Y otras cosas más serias.

Por ejemplo, Boric defendió siempre a Chávez, y a Maduro lo bancó al menos hasta 2016. Durante las protestas de 2019, donde se destruyó el sistema público de transporte, y se saqueó medio Santiago, Boric dijo que “las barricadas en el contexto de la lucha social nos parecen legítimas expresiones de resistencia”, y hasta fue fotografiado agrediendo a policías.

Ha defendido “el legado histórico” del grupo guerrillero Manuel Rodríguez, que ya en democracia en 1991 asesinó a un senador, y secuestró y torturó a empresarios. De hecho, un episodio clave de la campaña fue cuando Boric recibió sonriente una remera con la cara del senador asesinado con un balazo en la frente. Aunque después se arrepintió. También ha tenido expresiones antisemitas, y contra Israel.

En materia económica, el cambio ha sido drástico. Un reciente artículo del sitio Ex-Ante, narra el trasfondo de ese cambio, basado en focus groups y profundos estudios de mercado. “Podemos ganar”, habría dicho Boric a su entorno tras las primarias contra Jadue. “Ya no podemos prometer lo que no se pueda cumplir”.

Es claro que todo político puede cambiar, sobre todo uno de 36 años, tan joven que hace que nuestro energético Lacalle Pou parezca adulto mayor. Pero en una democracia eso implica dos desafíos nada menores.

El primero, el daño que hace a un sistema que un candidato pueda competir en un proceso diciendo una cosa, y que al llegar al poder haga algo completamente distinto. Aunque el cambio sea para bien, eso genera desencanto, pero sobre todo da el mensaje a futuros competidores de que la hipocresía es un arma válida, que el fin justifica los medios. Sin mencionar que algunas ideas, probadamente fracasadas, siguen siendo usadas porque se argumenta que cuando llegan al poder, quienes las defendían no las terminan poniendo en práctica.

Eso siempre que el cambio sea honesto. Porque también está el riesgo de que el cambio sea un disfraz para seducir a los “tibios”, y que finalmente sí se pongan en práctica esas ideas que se defendían hasta hace un año. Ahí se agravan los problemas.

Pasó con Chávez, pasó con Evo, pasó con Ortega y, salvando las distancias, con Alberto Fernández. Todos dirigentes políticos que llegaron al poder, y terminaron haciendo lo que el manual del caudillo socialista latinoamericano demanda. Y la consecuencia siempre ha sido crisis económica, violencia política, intolerancia y pobreza. Lo llamativo es que en esos casos, los mismos que aplaudían la originalidad y pureza de estos líderes, usaban palabras “entrañables” para apoyarlos, y hasta las mismas citas de Allende para romantizar sobre sus intenciones, se lavan rápidamente las manos, y miran para arriba diciendo “¡qué desastre!”.

Los chilenos ha decidido democráticamete un cambio radical en su política. Ellos saben las razones. Si sale bien, nos beneficiamos todos. Si no, será interesante escuchar algunas justificaciones.

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