Amigos lejanos y poderosos

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FRANCISCO FAIG
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Es un viejísimo principio de política exterior: para preservar la independencia y no quedar a la merced de nadie, ninguna potencia tiene que sobresalir demasiado.

Un equilibrio de poderes, siempre frágil y siempre reconstruido, es entonces garantía de paz posible y bienestar duradero.

Muchos creen que ese principio se aplica en Sudamérica. Brasil y Argentina, en efecto, oficiaron a lo largo de dos siglos como potencias en equilibrio: grandes territorios y demografías, fuertes economías y pesos militares parecidos. Pero como enseña el escenario europeo del siglo XIX, para que haya equilibrio debe haber también cierta rivalidad entre países.

Y el tempranísimo problema en Sudamérica, como lo explicó con brío el libro de Sergio Abreu “La vieja trenza” (2013), es que esa rivalidad o teórica competencia entre Buenos Aires y Río de Janeiro se transformó en varias ocasiones en fuerte cooperación bilateral.

Si los grandes arreglan sus intereses entre ellos el equilibrio latente se rompe, ya que ninguno de los demás países de la región puede, por sí solo o en alianza, hacerles frente. El ejemplo bien conocido del siglo XIX es la guerra de la Triple Alianza que diezmó al Paraguay. Sin embargo, se pierde de vista que seguramente el primero en entender este problema geopolítico, y que intentó resolverlo, fue Artigas, cuando enfrentado a la vez con porteños y portugueses firmó en 1817 un tratado de libre comercio con la potencia mundial dominante que era Gran Bretaña.

La inteligencia de Artigas fue buscar un amigo lejano y poderoso que de alguna forma reformulara un equilibrio de poderes regional. Y lo mismo enseñó Luis Alberto de Herrera un siglo más tarde en su “Uruguay internacional”. De hecho, el Mercosur siempre tuvo en germen el riesgo de que Buenos Aires y Brasilia recrearan la vieja trenza. Y efectivamente lo hicieron cuando el bloqueo argentino por Botnia en 2005, ya que Brasil no movió un dedo en un sentido de equilibrio de poderes, favoreciendo así a los intereses porteños.

Por eso, cuando Uruguay rechazó de hecho el tratado de libre comercio con Estados Unidos en 2006, la izquierda cometió el error más grande y grave de sus torpes 15 años de política exterior: una ineptitud histórica, hija de la ceguera ideológica del marxismo de pacotilla, a la usanza de Abelardo Ramos, con el que nuestros intelectuales y políticos zurdos ven el mundo. Nos dejaron encerrados en un Mercosur sin equilibrio de poderes, creyendo que así construían la patria grande del bombo legüero de Mercedes Sosa.

La política exterior de Lacalle Pou tiene claro todo esto y por eso rápidamente buscó posicionar a Uruguay con decisiones distintas a las de sus grandes vecinos en foros internacionales, y con franqueza abrir el juego a acuerdos con grandes potencias. Brasil, en un momento ideológico aperturista tan excepcional como corto, pareció adherir a esa apertura en el caso chino. Sin embargo, la vieja trenza se recreó rápidamente y quedamos de nuevo, como en tiempos de Artigas o de Juan José de Herrera, solos y a merced de los grandes de la región.

Hay cuatro países lejanos y poderosos que por distintos motivos tienen intereses concretos de acercarse a Uruguay: Estados Unidos, China, Reino Unido y Rusia. Rompamos la vieja trenza.

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