En Durazno, un hombre de 43 años mató a cuchillazos a su esposa y a su hija de 16 años, hirió a sus otras dos hijas de 9 y 12 años y se suicidó. Execrable.
La reacción de las autoridades fue la debida. Las niñas sobrevivientes reciben acompañamiento institucional. El presidente de la República expresó su dolor y tuvo la honradez espiritual de no tomar el hecho como un dato de la época. Perplejo, admitió llanamente que si estas atrocidades ocurren, es porque algo se está haciendo mal.
Nadie puede decir que el Estado se ocupa poco de la agresividad y la delincuencia intrafamiliar. Bajo el rótulo de Violencia Doméstica, la ley 17.514 -promulgada en 2002, Presidencia de Jorge Batlle- acoge el abanico entero de las adversidades de la convivencia, desde discusiones menores hasta dramas merodeados por tragedias.
Los Juzgados de Montevideo -inicialmente dos ¡y ahora doce!- se atiborran a diario con los más diversos penitentes, esperanzados en que unas inspecciones oficiales y un par de decisiones judiciales le injerten orden público a sus desgracias más íntimas.
Pero la realidad es que el Derecho arregla a fondo solo a la gente con un mínimo de buena voluntad y sensatez. En los demás casos, dispone medidas, impone controles, impone distanciamientos, todo lo cual es imperioso pero no deja de ser un amasijo ortopédico que no puede reemplazar las rectas inspiraciones de los bien formados.
En pocas palabras: el Estado no basta y nunca va a bastar, para regir y ordenar las conductas individuales. El brazo armado de la policía no puede alzarse a tiempo para prevenir todas las infamias. Ante la decisión súbita de asesinar y suicidarse, la policía y el juez siempre llegan tarde.
Por tanto, si queremos salir de la ciénaga moral donde estamos hundiéndonos todos juntos, no hay que pensar solo en reformular al Estado sino los sentimientos y las ideas a partir de las cuales viven nuestros semejantes.
Es tiempo, pues, de proclamar que para prevenir canalladas el Estado no basta y el Estado no es todo y jamás podrá ser todo.
Es tiempo de darse cuenta de que tampoco basta medicalizar las tragedias reclamando salud mental, porque hay una zona de construcción de la personalidad donde lo que hace falta es recuperar los buenos sentimientos e impartir filosofías que afirmen la vida y enseñen a manejar la adversidad, la congoja y la desesperación.
Y sobre todo, es tiempo de hacer un balance con el resultado final de los relativismos sembrados a manos llenas, de la desesperanza importada a granel y del cultivo de degradaciones que hacen abortar toda brizna de apetito por las admiraciones conducentes, que fijan rutas y salvan destinos.
No es época, pues, para pedirle todo a los mandamientos estatales. Es momento para recuperar la enseñanza de nuestras madres, de nuestros pensadores y filósofos, ya se expresen en libros sesudos y difíciles o se vuelquen en poesía lírica o en payadas que siembren valores y acuñen proverbios.
Asediados por la criminalidad, atrapados por la drogadicción y su negocio, conscientes de que vivimos en chatura, refulge la enseñanza de nuestro Antonio Grompone proclamando “Los hechos son pero los valores valen” y la proclama de Viktor Frankl al salir de los campos de concentración nazis, hace precisamente 80 años: “A pesar de todo, sí a la vida”.
Es la actitud que necesitamos desde el sillón presidencial hasta el más modesto rincón donde respire un alma.