Jorge Abbondanza
Treinta millones de personas estudian chino a lo largo del mundo, cifra que seguramente crecerá mañana o pasado. Esa tendencia se vincula con el papel que juega la China de hoy en el marco internacional, no sólo por una economía que avanza al ritmo devorador del 8 por ciento anual, sino por el volumen de un intercambio comercial que confiere nuevo protagonismo a ese inmenso país. Mientras Beijing se prepara con obras monumentales para recibir los juegos olímpicos de 2008, el diseño de las flamantes torres y centros de compras en Shanghai demuestra el fulgor que ha alcanzado allí la arquitectura contemporánea. Eso ocurre en un país que hasta hace dos décadas parecía impenetrable, inamistoso y políticamente coagulado por los esquemas del viejo maoísmo. Ahora es el jinete más arrollador en la cabalgata mundial del mercado.
Los treinta millones de alumnos que aprenden chino —idioma oficial que también se conoce como mandarín— son empujados por intereses múltiples y abarcan no sólo a empresarios empeñados en mejorar su relación con los colegas chinos sino a exportadores, agentes turísticos, estudiosos de la historia oriental y demás viajeros dispuestos a perforar la membrana aislante de esa lengua, que se escribe con un sistema de complicados ideogramas, es muy difícil de pronunciar y comprende unos 30.000 signos, aunque para el empleo común y a los efectos prácticos esa cifra se reduce a la centésima parte. Cuando en Occidente se industrializó la máquina de escribir, fue un verdadero espectáculo ver las primeras máquinas adaptadas al chino, no sólo porque tenían un "carro" larguísimo sino porque su teclado era de un tamaño abrumador.
Sin embargo nada intimida hoy a los estudiantes de mandarín, que asisten a clase en una cadena mundial tendida por el Instituto Confucio, organismo oficial que los chinos han instalado en varios países según el modelo de la Alianza Francesa, el Consejo Británico, el Instituto Goethe o la Sociedad Dante Alighieri. El primero de la red fue inaugurado en Maryland y el segundo en Seúl, pero ahora ya hay otros funcionando en Yakarta, Hanoi, Roma, Berlín, Estocolmo, Madrid, Nairobi y Auckland, aunque es inminente la apertura de nuevas sedes en Nueva York, Chicago, San Francisco, Honolulu y Kansas City. Es lo que corresponde a un país cuyo PBI lo hizo trepar en 2004 al quinto lugar entre las mayores economías del planeta.
Para el individuo occidental interesado por las manifestaciones culturales de China, la mayor fuente de abastecimiento había sido hasta ahora el cine, que ha tenido un auge mundial a partir de los primeros ejercicios de estilo de Zhang Yimou. Pero otras razones se agregan al cine: un libro del inglés Gavin Menzies supone que una gran flota china a cargo del almirante Zheng He llegó a América 70 años antes que Colón, una posibilidad respaldada luego por estudios arqueológicos y antiguos mapas. El año pasado, los artistas plásticos chinos fueron los invitados especiales en la última feria internacional de Basilea (Suiza), que es la más prestigiosa del mundo, lo cual demuestra el desarrollo de una expresión visual que estuvo largamente amordazada por Mao y su espantosa pandilla de la revolución cultural. Al margen de todo ello no debe olvidarse la presencia gastronómica china, heredera de una tradición milenaria y refinadísima, que ha tenido su clientela en Occidente a lo largo del siglo XX pero ahora multiplica esa invasión como prueba de que el magnetismo asiático no sólo se ejerce a través del idioma o de los ojos sino también del paladar. El mundo —es decir, este mundo gobernado por la arrogancia europeísta durante los últimos quinientos años— está a punto de convertirse en un Barrio Chino.