El eje del mal

Marcello Figueredo

Ya sabíamos que diciembre sería una tortura, pero estrenarlo con una ministra que la emprende contra cuatro periodistas porque operan mientras almuerzan (lo que parece mucho menos peligroso que almorzar mientras se opera), y luego sale por 18 de Julio zarandeándose delante de un par de condones gigantes, cual reina escoltada por sus cabezudos, ya configura un exceso. ¿O no?

Dejando a un lado el lapsus carnavalero, redimido por la noble causa del sexo seguro, lo más triste del caso es que la alta, rubia y zapatirroja ministra debería ser menos egoísta y ofrecernos más pistas sobre los misteriosos almuerzos que ponen en jaque al gobierno. ¿Cómo son los cuatro conspiradores que constituyen el eje del mal? ¿Dónde se reúnen? ¿Prefieren el agua con o sin gas? ¿Toman postre o sólo piden café? ¿Abonan al contado, pagan con tarjeta, o el almuerzo de cada jueves es un arreglo por canje? ¿La cita tiene lugar en una modesta parrillada criolla o en un copetudo restaurant vasco más afecto a las conspiraciones?

Como jerarca suprema de un sistema de salud con vocación colectivista, seguro que la denunciante también podrá tener acceso a la historia clínica de los sospechosos. Entonces, preguntémosle: ¿son conspiradores genéticos o la peste les fue inoculada el 1º de marzo? ¿Padecen alguna dolencia gástrica o estiran la sobremesa de puro neoliberales? ¿La marea alcalina que suele atacar luego de una comilona los inutiliza por el resto del día o toman algún polvito para seguir conspirando las 24 horas?

Aunque esta historia de espías pertenezca a la triste realidad que vivimos y no a la ciencia ficción, ya que está de moda filmar por estos pagos habría que aprovechar la visita del célebre cineasta Michael Mann y encargarle el rodaje de otra remake. La película bien podría llamarse Adivina quién viene a almorzar, y a falta de un negro de la talla de Sidney Poitier, la señora ministra podría organizar un casting para cubrir los cuatro papeles estelares con actores feos, sucios y malos, como ha de ser todo conspirador que se precie.

A diferencia de la gaffe de película en que ha incurrido la señora, el que sí ha acertado es el director de Vicio en Miami para la pantalla grande, rendido a los encantos de nuestro país. Habrán visto ustedes que, luego de años de meter la pata con América Latina, Hollywood por fin dio en la tecla y cayó en la cuenta de que Montevideo anda con ganas de ser La Habana.

No me refiero al enorme parecido entre un tramo de nuestra rambla Sur y el trecho en que el adorable Malecón pega la vuelta rumbo al castillo del Morro. Tampoco a la impronta arquitectónica de algunas calles de la Ciudad Vieja o del Guruyú que recuerdan a La Habana Vieja o a Centro Habana. Menos aún, a muchos de los caserones del Vedado o de Miramar que bien podrían estar en el Prado o en Colón. Ni siquiera estoy pensando en la compartida genialidad que ha inspirado a poetas y trovadores de aquí y de allá, exponentes de un mismo castellano, rico y musical, que nos reconcilia con el mestizaje común de ambas latitudes.

Espantado por las declaraciones de una ministra que tiene en la mira a cuatro periodistas porque le buscan yerros al gobierno mientras hincan el diente, estoy pensando en otros parecidos. Estoy pensando, por ejemplo, en vicios nada frecuentes en Miami pero muy habituales en La Habana, donde hace mucho tiempo que los periodistas no almuerzan en paz.

A todo esto: ¿qué será de la vida de Don Johnson, chico?

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