DEBORAH FRIEDMANN
Diana Galdino termina de ordenar papeles en su oficina del tercer piso de la Intendencia de Montevideo. Los pasillos vacíos del edificio y la escasez de público contrastan con la vorágine prenavideña del exterior. Suena el teléfono y desde el otro lado le dicen que esperan una firma de un trámite. Diana promete que dejará el papel sobre el escritorio de un superior y se concentra en su computadora.
De repente levanta la vista y dice que Mónica caminaba cuando ella la conoció. Eso fue hace ocho años, días más, días menos. Pero ya hace años que Mónica no camina. La esclerosis múltiple, que le diagnosticaron en 1983, la dejó en una silla de ruedas. Primero fue un bastón, luego dos. Después la silla. Pero eso estuvo lejos de amedrentar a Mónica.
Un ruido hace que Diana no termine la frase. Es el ascensor, dice. O sea Mónica. Ingresa a la oficina con su madre y la sonrisa que acompaña cada uno de sus suaves gestos. Entre risas dice que su amiga tuvo tiempo de arreglarse para las fotos y ella no. Un pie se le tranca, justo debajo del apoya pies de la silla de ruedas. Diana se agacha y lo acomoda con naturalidad. Lo mismo hacía de niña con su abuela, víctima de una diabetes que la dejó ciega. "Esto se aprende de chica", dice.
Con Mónica se conocieron hace como diez años. No se hicieron amigas enseguida, pero la simpatía sí fue inmediata. Son bien distintas. Mónica es tranquila, de voz suave. Irradia paz. Diana es vivaz, activa. Tiene mucha energía. Las dos forman junto a Valentín, un buen equipo. Tienen mucho trabajo. Administran las guarderías municipales, así que las tareas sobran.
En las seis horas diarias en la Comisión de Infancia de la Intendencia, Mónica hace de todo. Y Diana son sus pies que llevan su trabajo hacia otras dependencias. O que le alcanzan un vaso de agua. Algo tan simple, que para Mónica puede convertirse en una proeza. Tiene que llegar hasta la heladera. El espacio es pequeño. Después abrirla y servirse el agua. Y volver con el vaso entre las piernas, haciendo equilibrio para no empaparse.
No es fácil estar en su lugar, explica. La procesión va por dentro. Pero es más sencillo si el que está al lado lo hace fácil. No como algún impertinente que le llegó a decir en un restaurante que para qué iba ahí. ¿El motivo? Que Mónica le solicitó que corriera su asiento para que entrara su silla de ruedas. O como aquellos que cuando pide en el supermercado que le alcancen algún producto, se niegan.
Por suerte, los de ese bando son minoría. De todos modos, las dificultades abundan. Mónica tiene que contratar a una camioneta que la lleve al trabajo. Vive en una ciudad que no está preparada para silla de ruedas. Ni sus cines, ni sus teatros, ni muchos de sus baños. Debería hacer fisioterapia a diario. Las fuerzas no le alcanzan para ir de mañana a la mutualista y trabajar de corrido. Una profesional va hasta su casa, pero una sola vez a la semana. La plata no da para más.
Allí, además de Mónica y sus padres viven tres de sus sobrinos. Son los hijos de su hermana, que tenía esclerosis múltiple y falleció.
Hace poco a la esclerosis múltiple de Mónica se le sumó la epilepsia. Más miedos, más médicos. Más remedios. Ni hablar de los remedios costosos. Ni de su pelea perdida para que el CASMU le proporcionara Interferon para su tratamiento.
Pese a eso, una sonrisa. Una mirada amigable. Ganas de hacer cosas. Muchos sueños. El caminar otra vez, quizás el más fuerte. El hacer una consulta médica en el exterior, dándole vueltas y vueltas en su cabeza.
También muchas pequeñas cosas de la vida diaria que la hacen sonreír, como Diana. Mónica dice que su amiga le enseñó a pedir ayuda. Sin vergüenza, sin miedo. Que antes de aprenderlo hubiera sido incapaz de hacer algunas cosas. Como pedirle a Valentín, su otro compañero, que la levantara porque no se podía pasar de la silla de ruedas a la del escritorio.
Con ese espíritu actúan los funcionarios de la Intendencia. Al menos con los que Mónica se ha topado en los 12 años que lleva allí.
Fue en la Intendencia que Mónica un día de octubre de este año recibió una llamada de Raúl Campanella. El presidente de la Comisión de Discapacidad de la comuna quería hacerle una pregunta. Habían pensado entregarle un eslabón solidario a Diana. Es el reconocimiento de la Comisión Nacional del Discapacitado a instituciones o personas comprometidas con esa situación. Siempre veían a su compañera ayudándola, le dijeron. Querían saber si estaba de acuerdo. Claro que dijo que sí. Todavía lamenta que la idea no se le ocurriera a ella.
La sorpresa mayor se la llevó Diana. Recibió un fax, pero no terminó de entender que iba a ser distinguida. Recién se dio cuenta cuando antes de la ceremonia la hicieron cambiarse de una silla entre el público a uno de los asientos reservados para los homenajeados.
Diana dice que el premio la sorprendió. Para ella su comportamiento es lo habitual. No hay otra opción. Insiste en que es ella que aprende de Mónica. La define como un "ejemplo de voluntad". Es una mujer alegre, práctica y ejecutiva, que le enseñó a templar su carácter, a que se puede.
La cuestión es clara para Diana. Todos tenemos discapacidades, físicas o emocionales. La de Mónica se ve a simple vista pero no está ni cerca de ser de las más complicadas. La falta de solidaridad, ejemplifica, es millones de veces peor.
Es solidaridad lo que Diana pide para esta Navidad. De mientras, ella, desde su anónimo lugar ya la practica.