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Paso de los Toros, desierta y silenciosa tras la evacuación

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Inundaciones de 1959. Foto: El País

1959

Ocurrieron a lo largo de todo un mes y aún hoy se recuerdan como una catástrofe nacional. A partir del 24 de marzo comenzó a llover y no escampó hasta el 23 de abril. El periodista Carlos María Gutiérrez viajó a Paso de los Toros y describió el 24 de abril la desolación de la ciudad. 

Cuando la ambulancia pasó el letrero amarillo de la Shell con la indicación “Paso de los Toros a 3 km” y entramos en la avenida bordeada de casas vacías y silenciosas, advertí que el chofer Pedro Bonomi estaba llorando. “Tantos sacrificios para esto…”, murmuraba, fijando la vista en los primeros barrios desiertos. La casa de Bonomi, como la de tantos cientos de isabelinos, estaba ahora bajo las aguas del Río Negro; el dolor reprimido del chofer era el prólogo del impresionante espectáculo que íbamos a presenciar: una población totalmente abandonada por sus habitantes y a merced de una inundación inexorable.

Pese a que las disponibilidades del comando militar incluyen a Paso de los Toros dentro de las zonas de acceso prohibido, por haber desaparecido de allí las mínimas condiciones de seguridad, los cronistas de El País pudieron aprovecharse ayer de una circunstancia especial, para ser los primeros periodistas que entraron, después de la evacuación, a la ciudad abandonada. El coronel Leomar Miranda, utilizando una camioneta y una ambulancia iba a intentar la recuperación de partidas de medicamentos existentes en el hospital y en una farmacia, y nos admitió en su grupo. Durante dos horas, recorriendo las calles desiertas del pueblo, donde sólo aparecen animales domésticos y, de vez en cuando, un automóvil abandonado, se obtuvo la imagen cercana de la catástrofe.

Inundaciones de 1959. Foto: El País
Inundaciones de 1959. Foto: El País

Los que no quieren irse

El coronel Líber Seregni, segundo jefe del Comando, llama a la parada Vialidad, en la Ruta 5, “el paralelo 38”. Allí, a tres kilómetros y medio de Paso de los Toros comienza la zona del silencio y de las viviendas vacías. Pero desde muchos kilómetros antes, viniendo desde el norte, Paso de los Toros adelanta al viajero las huellas del desastre. A los costados de la carretera, grupos de personas desplazadas han establecido campamento. Son moradores de la ciudad inundada: los más pudientes, han tendido lonas y carpas en torno a las cajas de sus camionetas y, a su alrededor, acumulan sus pertenencias (una heladera eléctrica, una cocina, cajones de libros); los humildes, fabrican con una chapa de zinc y dos bolsas de arpillera, un refugio contra el alambrado y, a su abrigo, toman mate filosóficamente.

Esos grupos son los isabelinos recalcitrantes; podrían obtener alojamiento seco en Chamberlain, en Achar o en Tacuarembó, pero no quieren dejar sola a su ciudad; piensan que quizás mañana se pueda volver, y entrar en la casa para limpiarla, y encontrarse otra vez con los muebles familiares o con el perro. Entonces se niegan a moverse, como si el aceptar la ayuda de los militares fuera cortar los últimos vínculos por los cuales aún Paso de los Toros se mantiene unida con sus habitantes y no es todavía una ciudad muerta.

Las puertas abiertas

Al pasar el letrero de la Shell un soldado armado a guerra saluda al paso del coche del coronel Miranda. Después empiezan a desfilar los barrios. En esta zona, aún no se notan las huellas del agua. A lo largo de las avenidas Ángela B. de López y Baltasar Brum sólo se ven viviendas abandonadas, pero aún en tierra firme. Pero apenas se desemboca en la calle 18 de Julio, en cada esquina, a escasos metros, el río se asoma y arrastra lentamente resacas, trozos de ramas y envases vacíos.

En todas las transversales, el Río Negro está a menos de 100 metros de 18 de Julio. En la calle Adelaida Puyol, casas modernas emergen solo a partir del dintel de sus puertas. Un poco más allá, al cálido sol de la tarde, el río corre lleno de turbulencias; bajo esos remolinos hay techos de casas, árboles y automóviles.

Paso de los Toros está desierta, silenciosa e inundada y sin embargo, curiosamente, no aparece hostil al visitante. El fotógrafo Gotta y yo caminamos a lo largo de las calles iluminadas por el sol, con la impresión de que hay que hablar en voz baja, pero un detalle cordial contrasta con la soledad del pueblo: casi todas las puertas están abiertas. Los habitantes evacuados las dejaron así, aparentemente para que no fueran derribadas por la presión de la creciente, pero los zaguanes francos otorgan a las calles la sensación de que, en cualquier momento, aparecerán gentes en los umbrales. Nadie, evidentemente, ha temido el pillaje, a pesar de que se divisan por las ventanas los mobiliarios, los pianos, los sillones. En Rivera y Berruti, donde las aguas lamen ya las veredas, un comercio importante muestra sus vidrieras intactas, llenas de artefactos eléctricos.

Solamente dormida

Un joven teniente me había dicho en Chamberlain con cierto lirismo: “Va a encontrar al pueblo como el Palacio de la Bella Durmiente, con la vida detenida de pronto”. Y a cada paso, los detalles confirman esa observación. En la calle Rivera, un kiosco de revistas donde el agua ya está entrando, mantiene en sus escaparates los números de Selecciones de mayo y un ejemplar de “Los Harapos” de Alberto Ghiraldo; en el interior, colgada de una silla, está la campera del dueño. El clásico bar de Paso de los Toros, “La Picada”, aún está a salvo en su esquina de Sarandí y Artigas, pero el río comienza a mojar las patas de sus sillas azules de hierro, que están apiladas en la vereda como si mañana mismo fueran a llegar los parroquianos para el aperitivo del mediodía. Una camioneta con una rueda a medio cambiar se yergue sobre un gato mecánico en la estación de servicio de Ambrosio Aspesi y en el enjardinado de la avenida principal, contra una palmera una máquina de cortar césped y algunas palas, parecen dejadas por los peones que fueron a almorzar.

Los únicos abandonados

Cuando la ambulancia entró a Paso de los Toros, frenó para no atropellar a un perrito blanco, parado en medio de la calzada. “Parece lelo”, comentó el chofer Bonomi. Y tenía razón: por las calles desiertas los perros de Paso de los Toros vagan desconcertados, olisquean las olas barrosas del río que avanza y a veces se sientan a aullar lastimeramente.

Los más chicos -de razas indefinidas, ordinarios, con un tiento o una piola de cáñamo al pescuezo-, recorren las veredas como si estuvieran aturdidos, cruzando y volviendo a cruzar las calles.

A veces, en una esquina, está erguido, con las orejas en punta, un bóxer o un perro de policía con expresión grave y confiada, esperando por el amo. Por la mañana, volando sobre Paso de los Toros, podían verse desde el avión otras escenas: perros que aún permanecían atados en los fondos de las casas, un grupo de tres animalitos aislados en una isla de vegetación, frente al puente carretero, que ladraban frenéticamente al aparato.

Dos perritos -que en épocas normales debieron juguetear con los niños de la casa-, me proporcionaron, a la vuelta de una esquina, la medida dramática de la situación. El automóvil se detuvo en la esquina de Florida y Laurenti, prácticamente a la orilla del agua, descubriendo un espectáculo terrible: el río corría allí apaciblemente, bajo un cielo azul, casi sin nubes. Lo único que quebraba la tersura de la superficie era una serie de puntos blancos -especie de mojones- que se elevaban algunos centímetros. De pronto nos dimos cuenta: los mojones eran el extremo de las columnas de luz eléctrica, casi por completo sumergidas a lo largo de tres cuadras. Abajo, había un barrio entero, con casas, jardines y muebles. Y donde el agua terminaba, había un bulto fangoso, el cadáver de una oveja ahogada; sobre ella, los dos perritos convertidos en pequeñas fieras, metían las cabezas en las entrañas del animal, devorándolo.

Las autoridades militares prevén que el hambre y el aislamiento irán haciendo progresivamente peligrosos a los cientos de perros, cerdos y gatos que fueron abandonados en Paso de los Toros. El coronel Gómez, último en abandonar el pueblo, declaró haber visto a los perros en las calles céntricas, cazando ovejas y aves de corral como si fueran lobos. El Comando estaba estudiando ayer la posibilidad de una vacunación antirrábica en masa o, en último término, la exterminación.

Solo un episodio

Para quienes veníamos de Montevideo -donde todo se reduce a no tener corriente tres horas por día-, el espectáculo de Paso de los Toros abandonada bajo las aguas era una catástrofe. Pero los isabelinos no piensan así.

Nadie se considera perdido. Esto es un episodio, solamente, en la vida del pueblo. Les disgusta que los diarios montevideanos hablen de “ciudad fantasma” o de “pueblo condenado”. Sólo falta que se retiren las aguas, para que los isabelinos vuelvan a sus casas, como si no hubiera pasado nada.

Cuando llegaba la hora de irnos, me detuve un momento en la plaza desierta. Ante el monumento a Artigas había una corona de flores marchitas, vestigio de algún homenaje patriótico. Entonces un joven militar que estaba conmigo la quitó. “Todavía no nos llegó el momento de las coronas”, dijo, arrojándola a un costado.

Tornado que volvió a sacudir
Tapa diario

El tornado que arrasó Fray Marcos (Florida) en abril de 1970 destruyó casi dos tercios de la zona urbana y dejó un saldo de 11 muertos. Fue, después de las inundaciones del 59, la mayor tragedia climática ocurrida en Uruguay. Un tornado de similar intensidad se abatió sobre Dolores (Soriano) en abril de 2016, causando cinco muertes y miles de damnificados.

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