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Hitler, Stalin, Mussolini

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Hitler y Mussolini. Foto: AFP

PERFILES

La pluma afilada de Jorge Abbondanza hizo reflexionar a generaciones de lectores de El País, ya sea a través de sus análisis en el área cultural o por sus columnas de opinión. La versión completa de este artículo fue publicada en noviembre de 1994. La versión abreviada que sigue muestra su vigencia.

Los dictadores son una especie en extinción si se contempla el mapa democratizado de este umbral del tercer milenio. Pero fueron una raza floreciente en el curso del siglo XX, tuvieron algunas cúspides siniestras, perduraron a veces durante décadas en el poder, provocaron guerras y masacres, ejercitaron el totalitarismo y el absolutismo (que no son la misma cosa) y dejaron un rastro inconfundible a su paso, como el que dejan las fieras para que pueda olfatearse su proximidad. Más que en cualquier otra época de la historia reciente, este siglo ha sido asaltado por el mesianismo, las fobias, el enardecimiento y sobre todo por el terrible paternalismo que los dictadores enarbolaron a costa de los países y sus pueblos. Nada quedó igual después de esas largas visitas de los depredadores.

Un error muy divulgado consiste en creer que todos los dictadores llegan al poder luego de una revuelta o un golpe de Estado. Algunos de ellos se han encumbrado luego de elecciones perfectamente democráticas, como ocurrió en 1932 con Adolf Hitler, que supo trepar por ese mecanismo pluralista, fue llamado a formar gobierno por un presidente respaldado en el voto popular y aprovechó esa legitimidad para anular en poco más de un año todos los partidos de oposición, todas las voces discrepantes, todos los residuos de libertad y todas las garantías individuales, sin que el pueblo alemán se animara a chistar o produjera corriente alguna de resistencia ante ese avasallamiento. La dictadura de Hitler duraría doce años, un período bastante breve que sin embargo le permitiría convertirse en el más espectacular de los ejemplares de su estirpe.

Jorge Abbondanza según Arotxa
Jorge Abbondanza según Arotxa

Viejos monstruos

(…) Un régimen de terror -apoyado en la represión, la vigilancia sistemática, la tortura, la intimidación y el asesinato político- ablanda casi todo intento de resistir hasta lograr su descalabro o su evaporación. Así ocurrió en la Alemania nazi, pero también en la URSS de Josef Stalin, dictador georgiano que supo apoderarse de la voluntad de su mentor Lenin mucho antes de la muerte de éste en 1924, quedó luego como solitario manipulador del poder soviético y logró mantenerse en esa cima hasta su muerte en 1953.

Vejos rótulos

(…) Habitualmente, los dictadores contemporáneos mantienen un simulacro de cámaras legislativas (como Hitler con el Reichstag) o una sombra de jefaturas de Estado (como Mussolini con el rey de Italia), pero se trata de funcionarios dóciles y no de dignidades independientes. Son útiles al dictador para revestir sus arbitrariedades con un manto de aparente formalidad.

Montados en tales simulaciones, los dictadores merecen el rótulo de tiranos, si se entiende por tal el que rige un Estado a la medida de su voluntad y sin observar la justicia. Merecen además el calificativo de déspotas, que son quienes gobiernan sin someterse a la ley, abusando de su autoridad. Dentro de esa variable denominación, estos personajes se amparan en el uso de la fuerza, invocan el interés público para gobernar fuera de las normas básicas de un país e imponen un poder sin limitaciones visibles. Sus peores métodos operativos suelen quedar ocultos bajo la capa de un riguroso secreto que se afianza a través del disimulo y la complicidad, la mentira pública y el silencio privado.

Viejas masacres

(...) Por eso a menudo se barajan cifras imprecisas en torno a las masacres inspiradas por los dictadores, ya que todos ellos han tenido la prudencia de no registrarlas en documento alguno (…).

La galería de los dictadores del siglo XX debe ser encabezada por Vladimir Ilich Ulianov, más conocido por su seudónimo de Lenin, que en plena guerra Mundial (1917) pudo ingresar en Rusia furtivamente, con apoyo alemán, y mover magistralmente la pequeña hueste bolchevique para hacerse con el poder en un período turbulento donde caía la monarquía, los ejércitos se desintegraban en el frente y las fuerzas políticas eran incapaces de controlar la anarquía general. Con escaso apoyo, pero formidable voluntad de mando, Lenin pudo desencadenar el golpe de Estado conocido como Revolución de Octubre, controlar ese enorme país con mano de hierro y hacer frente desde 1919 a una guerra civil de la que salió victorioso a pesar de la intervención extranjera en su contra. En sus últimos años, Lenin dominó el Partido Comunista, favoreció el ascenso de Stalin en perjuicio de Trostsky, obtuvo una legendaria fama y sentó las bases de lo que sería la Unión Soviética en los sesenta y cinco años posteriores.

Viejos vicios

(...) Ese desfile de dictadores prosigue con Benito Mussolini, el duce italiano que forma gobierno en 1922, mantiene su poder durante las dos décadas subsiguientes, promueve la inefable reconstrucción de un imperio con la conquista de Libia, Abisinia y Albania, se engancha a la causa alemana en la guerra de 1939, tiene un momento de prosperidad, pero se desmorona prematuramente en 1943, ante el avance aliado por el sur y la vigilancia nazi por el norte (...). Ese personaje contradictorio, luego de una juventud socialista y una considerable formación cultural, se alzaría hasta lucir como un fantoche en los actos públicos donde gratificaba su vanidad y negaba sus convicciones iniciales presidiendo un régimen de fuerza que fue un desairado cómplice del Reich. (...) Murió fusilado por las partigiani y fue colgado cabeza abajo en una plazoleta de Milán.

La derrota del Eje Roma-Berlín-Tokio en 1945 determinó una humillación definitiva de las grandes dictaduras de derecha, línea prolongada en la Europa de post-guerra por los tiranos ibéricos (el español Franco, el portugués Salazar) cuya sombra se proyecta hasta los años 70. Marcó en cambio el auge de un despotismo de izquierda supervisado desde Moscú y ampliado a países dependientes de Europa Oriental en que la estirpe dictatorial produjo ejemplares como el rumano Ceaucescu o el alemán Honecker (…). En categoría aparte debe figurar el yugoslavo Tito, que presidió la guerra anti-nazi en su país y luego instauró un gobierno marxista que sin embargo hizo frente con solitaria valentía al stanilinismo durante largos años.

Viejos nombres

Mao Tse-tung fue el último representante de un linaje chino conocido como señores de la guerra (…).

El régimen comunista que estableció ha perdurado hasta hoy, 18 años después de su muerte, pero tuvo en la década del 60 un pico de enardecimiento llamado Revolución Cultural donde Mao pretendió borrar la huella del pasado, reavivar el brío revolucionario y catequizar a los jóvenes. Logró en cambio una apoteosis de violencia y fanatismo que debe figurar entre los episodios aterradores del siglo. Irónicamente, los herederos de aquel conductor mantienen hoy el sistema de partido único pero han flexibilizado la economía hasta abrirse a una considerable libertad de mercado. (...).

El batallón de los dictadores latinoamericanos ha estado copiosamente poblado desde comienzo de siglo, con vértices de notoriedad en militares como Stroessner, Trujillo, Pérez Jiménez o Pinochet, pero también con Castillo Armas, Somoza o Batista. En ese friso hubo ejemplos peculiares, como las grandes figuras sudamericanas favorecedoras de un populismo que encumbró a Getulio Vargas y después a Juan Domingo Perón, cuya prédica y maquinaria política han seguido flotando sobre Argentina hasta el día de hoy, por encima de numerosos golpes militares y represiones de variable dureza.

Viejos estilos

Apagadas las erupciones nacionalistas que brotaron en el proceso post-colonialista, ya no emergen figuras que invoquen su condición providencial asociando la intolerancia al combate anti-imperialista, como sucedió con el indonesio Sukarno, el vietnamita Ho Chi-minh o el egipcio Nasser. Ese tipo de idolatría coyuntural fue dando paso a ejemplares más prosaicos como los dictadores del área islámica (Gadafi, Saddam Hussein) cuya ferocidad debe inscribirse en ese marco de predestinación religiosa que ha auspiciado un mar de fondo en que se agita el fundamentalismo y se predica el espíritu agresor a escala popular.

Al margen de los encarnizamientos musulmanes, el mundo de hoy no parece demasiado apto para que florezcan los dictadores. Después de largas décadas de ardor y convulsiones políticas, al cabo de los febriles derrames ideológicos que conmovieron buena parte del siglo, se ingresa en un período de mayor frialdad donde los mitos resbalaban hacia la decrepitud.

(...) Los dictadores que siguen encaramados al poder ilustran de varias maneras esa cualidad crepuscular: lo hacen con la edad avanzada de Deng Xiao-ping, que todavía dirige a China aunque (irónicamente) no ocupa ningún cargo nacional o partidario; con la presencia invisible del hijo y heredero de Kim II-sung en Corea del Norte, borrado no solo por su ausencia de los actos públicos sino por la idolatría desarrollada en torno a su padre.

Son casos sueltos, al frente de regímenes que optan por una apertura gradual como remedio para el desgaste, y en esa breve lista debe figurar Fidel Castro al cabo de 35 años de gobierno, el comandante que en 1959 fue saludado como un héroe nacional y una figura de notable carisma, pero en 1994 perdura como un sombra de aquella estampa revolucionaria, empeñado en seguir a flote contra las agonías económicas y el desvanecimiento de la mística popular. (…).

Mirar en perspectiva el siglo que ahora se extingue permite evocar el paso de los dictadores como una procesión espectral que se alejan con el compás del calendario, proyectando sobre esos cien años una hilera de sombras que marcan la zona tenebrosa de la política contemporánea. Esa columna de siluetas en fuga vendió a los hombres promesas descabelladas, obsesiones paranoicas, artificios de grandeza y tramposas recetas de redención o de gloria, mientras se apoderaba de los destinos ajenos, desahogaba su voracidad de poder o de riqueza, imponía el peso de doctrinas insensatas y se justificaba a través de los fantasmas del pasado o los ensueños del futuro. Lo pavoroso es el paisaje que rodea aquella procesión: los cientos de millones de víctimas sacrificadas cuando los espectros estaban todavía encaramados a la tribuna o asomados al balcón.

Jorge Abbondanza es una de las grandes firmas que se han destacado desde las páginas de El País. Hoy, con 82 años, Abbondanza sigue afilando su pluma desde el retiro, si es que alguna vez los periodistas se retiran. Pintor y ceramista, además de crítico de arte consagrado, comenzó su carrera periodística en El Bien Público y en 1965 se integró a El País, donde brilló como columnista, editor de la sección Espectáculos y colaborador de El País Cultural. En 1991 publicó una biografía sobre el pintor Manuel Espínola Gómez, y en 1996 “El gran desfile”, una recopilación de sus artículos.

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