Con los hijos
El síndrome del pequeño emperador no se trata de una condición siquiátrica sino simplemente de una “disfunción educativa” consecuencia de la ausencia de límites impuestos por los padres
“Prefiero que tenga carácter a que le pasen por arriba de grande” decía una madre una vez en la puerta del jardín, mientras otra ponía los ojos en blanco, pensando seguramente “tu hijo lo que es, es un maleducado”; “sabe lo que quiere y se impone”, “si de chiquito es así, agarrate cuando llegue la adolescencia".
¿Cuántas veces escuchamos frases así entre padres? Tomar partido por una postura u otra es imposible sin analizar cada caso por separado. Lo que sí es cierto es que cada día más resuena en las redes sociales la queja de muchos padres por la llamada “generación de cristal”. Para muchos, esta define a los niños de hoy día como niños mimados, a los que los padres, preocupados por no ejercer una autoridad inflexible o violenta (como quizá sufrieron ellos en su infancia), educan en la permisividad total, provocándoles una enorme intolerancia a la frustración y un carácter indomable que los habilita a querer todo aquí y ahora, al punto que dicha actitud tiene nombre: “el síndrome del pequeño emperador”.
¿Qué significa este “síndrome”? No se trata claro está de una condición siquiátrica sino simplemente de una “disfunción educativa” consecuencia de la ausencia de límites impuestos por los padres. Este se presenta como el uso reiterado de berrinches del niño para conseguir lo que quiere; comienza en los primeros años de vida y estalla alrededor de los 5 años cuando ya presentan más herramientas de comunicación y argumentación, y los llantos y revoleo de juguetes deja lugar a los “te odio mamá” o los portazos.
Por lo tanto, no existen en realidad niños tiranos, sino niños frustrados. Son niños que simplemente no entienden y no pueden aceptar que no siempre se puede conseguir lo que se quiere, cuando se quiere y como se quiere; por ende, es algo posible modificar que requiere voluntad, constancia y coherencia por parte de los padres, no sólo porque esto afecta enormemente la dinámica familiar y genera hasta incluso rechazo por parte de otros adultos cercanos hacia ellos, sino porque además los perjudica enormemente a ellos mismos, al ser incapaces de autorregularse emocionalmente generándoles dolor.
¿Cómo prevenir esto?
Los niños pequeños son el reflejo de lo que ven y oyen, en definitiva, de lo que reciben. Si los padres rezongan en exceso, pierden los estribos rápidamente con los niños o entre ellos, es esperable que los niños sean “gruñones”, malhumorados e irritables desde pequeños.
“Le explico pero no me entiende”.
Los niños son pura emoción. Pero esto no es una frase hecha o sensiblera. Es la pura verdad.
Hasta los 7 años el cerebro de los niños se basa en las emociones y comienza paulatinamente a desarrollar el aspecto racional con el paso de los años. Por ende, que expresen sus frustraciones y su voluntad férrea con lo que para nosotros son excesos de emocionalidad es normal.
El punto está en cómo reaccionamos ante ello y qué sucede a continuación. Gritarle para que deje de gritar, pegarle para que aprenda a no pegar o dejarlo solo para que “aprenda” cómo convivir con otros no son estrategias ni lógicas ni positivas. En cambio intentar empatizar con él y ayudarlo a identificar cómo se siente y el origen de dichos sentimientos, es el puntapié inicial de una educación saludable en el manejo de emociones.
Al igual que nuestra templanza es fundamental para el desarrollo de su asertividad, también lo son los límites claros en casa y la coherencia y constancia con que se apliquen, sin excepciones (es decir sin importar el momento, el lugar o quién de la familia los imponga) porque al igual que las rutinas, los límites brindan seguridad a los niños y permiten la anticipación por parte de ellos de lo que vendrá.
“No sé por qué es así”, “éste me salió rebelde”, “nada que ver con su hermano”…
Las etiquetas nunca son buenas y no sólo nos alejan de nuestros hijos sino que (como comentamos hace un tiempo en la nota del efecto Pigmalión) pueden llegar a ser incluso la razón de que muchas conductas que nos desagradan de nuestros hijos, lejos de desaparecer se terminen afianzando. Esto es simplemente porque los niños creen lo que les decimos y si les decimos que son inteligentes nos creerán y si les decimos que son tercos, groseros, maleducado o atrevidos, también.
Para ello conviene tener presente que en todo caso la conducta es la mala y no el niño y por ende, nuestro reclamo o rezongo, califica al hecho en sí y no a él. No es “eres tonto” sino “eso que hiciste está mal” y a continuación, explicar el por qué. Y tampoco es “porque yo lo digo”, puesto que pretender que alguien no sea terco y darle esta explicación es un total contrasentido.
Los niños con mucho carácter, son muchas veces los grandes incomprendidos de la educación y suponen un enorme desafío para padres y educadores, por su rebeldía pero también porque aprenden de forma diferente.
Necesitan experimentar más los límites de sus posibilidades, muchas veces son más intrépidos y curiosos y nos alteran los nervios corriendo más riesgos. Pero también es cierto que en cierta medida, éstas son cualidades positivas que pueden pavimentar el camino hacia adolescentes más independientes o creativos. En el otro extremo, los niños criados bajo un régimen extremadamente autoritario y estricto, pueden mostrar a veces conformidad excesiva con las normas (lo que se denomina a veces “niños normativos” que sienten mayor seguridad ante normas rígidas) pero a futuro pueden transformarse también en adolescentes obsecuentes o abúlicos que se pierden al salirse de su zona de confort.
Como explica Álvaro Bilbao (neuropsicólogo español autor del libro "El cerebro del niño explicado a los padres"), “en su peor versión los niños con mucho carácter acaban siendo adolescentes y adultos rebeldes con dificultades para seguir las normas y que crecen con un sentimiento de frustración y de sentirse incomprendidos; y en su mejor versión, acaban siendo adolescentes y adultos adaptados a las normas pero muy autónomos y emprendedores, que crecen desarrollando sentimientos de pertenencia y unión a su familia y satisfacción por todo lo que son capaces de conseguir”.
Nuestra misión es entonces, encontrar el equilibrio adecuado para educarlos con mucho amor y ayudarlos así a sacar de sí su mejor versión.
La socióloga uruguaya y especialista en marketing y comunicación es la fundadora de Mamá estimula. En el grupo que administra desde Argentina, comparte materiales educativos y soluciones para padres.
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