Con los hijos
Castigo y consecuencia no son lo mismo. La consecuencia enseña, el castigo resiente, lastima, amenaza, infunde temor. ¿Por qué castigamos y cuáles son las principales consecuencias?
¿Educar sin castigos es dejar que hagan lo que quieran? Esta es quizá la pregunta más frecuente que surge siempre en MAMÁ ESTIMULA ante posts de disciplina positiva que defienden y promueven la idea de educar sin recurrir a premios y castigos.
Y es que a veces solemos irnos a los extremos para dimensionar aquello de lo que hablamos, para enfrentar los opuestos que están siendo evaluados, cuestionados, discutidos, y así evidenciar la magnitud de lo que está en juego en esta decisión, con la ilusión de que si extremamos la oposición, será más evidente la respuesta, más fácil la elección, más justificado el camino que debemos tomar.
Pero muchas veces esta táctica sólo nos lleva a falsas oposiciones en las que al parecer, para no caer en un extremo, debemos necesariamente optar por caer (o tirarnos) en el otro.
Tal es el caso de la oposición castigo / ausencia de límites. ¿Qué implica esta creencia? Que la única forma de que un niño salga “derechito” en la vida es que tenga claro que los límites son inviolables y qué mejor forma de lograrlo que cuando el niño tiene terror a violarlos por saber que de inmediato llega el castigo o peor aún, el golpe.
¿Pero por qué creemos esto? ¿Por qué algunos padres y madres creen que sólo de esta manera, aplicando “correctivos” severos, castigando o amenazando a los chicos, éstos “saldrán bien” o serán educados con “rectitud”?
El sesgo de confirmación.
Pues para muchos porque esa ha sido su propia experiencia, y como sabemos, solemos naturalizar nuestras propias experiencias para darle sentido a nuestra vida y porque además, es la única forma de vida que hemos conocido.
Es decir, para los niños, su mundo, es el mundo y todo lo que ven en él, todo lo que sienten, lo que experimentan, es la realidad, es somo son las cosas. Si papá y mamá se gritan todo el tiempo, pues gritarse en la pareja debe ser normal. Si en cambio se tratan con respeto, ese debe ser el modo en que hay que tratarse. Son sus “modelos”.
Entonces el razonamiento sería: si mis padres me castigaban, me pegaban, eran duros conmigo, y yo soy hoy una buena persona, entonces queda probado que este método dio resultado. La hipótesis es confirmada. Porque además, mis padres son personas a quienes amo con todo mi corazón y que sé que siempre han querido lo mejor para mi….
¿Cómo voy a pensar entonces que estaban equivocados o que no eran tan buenos como yo creía o que no me querían tan bien como deberían haberlo hecho o incluso que eran violentos? Cuando somos víctimas de este sesgo, sólo vemos aquellas cosas, aquellos datos que dan cuenta en positivo de la premisa evaluada, es decir, que confirman nuestra hipótesis.
Pero no ponemos el énfasis en las consecuencias malas, en aquellas cosas que bien podrían querer decir que la hipótesis no se confirma, como los miedos, ansiedades o inseguridades que luego acarreamos en nuestra vida adulta, datos que indicarían que esa forma de crianza de nuestros padres no nos hacía bien.
Elegimos poner el foco en lo bien que salimos en lugar de en que les teníamos miedo o cuánto nos dolía física y emocionalmente el castigo, en que no eran amorosos y pacientes con nosotros etc. Pero además, no nos permitimos plantearnos si nos hubieran criado de otra forma, si no podríamos haber incluso salido aún mejor, y por ende si otro camino es posible para lograr los mismos resultados o aún mejores con nuestros hijos.
Lo hicieron por mi bien
Pero fundamentalmente los justificamos porque consideramos su único objetivo era ser estrictos para que saliéramos bien. Sin embargo cuando escuchamos historias de infancias castigadas de personas que se criaron en orfelinatos por ejemplo, o a cargo de terceros que eran demasiado rígidos o violentos con ellos, rara vez está presente ese componente de justificación que sí se le otorga como gracia divina a los padres.
Al parecer entonces para el que te quiere de verdad, el golpe está permitido, quedando bajo el manto de piedad de las buenas intenciones: “si me pegaron por mi bien, esa debe ser la forma correcta de educar”.
“Es que yo era un niño muy difícil, no hacía caso ninguno!”
“Es que con palabras no entiende”. “Hasta que no grito no está contento”. “Tiene que entender que la paciencia tiene un límite”. “Es un niño muy difícil”. Si crecimos escuchando estas frases permanentemente, es probable que pensemos que nos merecíamos castigos duros y normas estrictas, porque en definitiva nos los merecíamos. Porque la culpa era nuestra.
Sin embargo a nadie se le ocurriría justificar los castigos en la escuela por ejemplo. Todos recordamos aquella maestra “mala” que nos humillaba o gritaba más de la cuenta y no por eso sentimos que aprendimos más o mejor con ella. Menos que menos justificaríamos que la maestra de nuestros hijos los castigase con amenazas y ni que hablar con golpes “porque no la escuchan en clase”. Le recriminaríamos sin piedad que ese es su trabajo y que necesita tener empatía y paciencia.
Los padres pegan porque pueden.
Pero la verdad final es que los padres pegan porque “pueden” hacerlo, “porque nadie les pude decir cómo educar”, porque son “sus” hijos.
Para los adultos, es evidente que si mato a alguien voy preso, si violo las normas de mi trabajo me echan, si excedo el límite de velocidad, me multan. Pero sin embargo no podríamos ni imaginar que en lugar de la multa, el castigo fuese un cachetazo por parte del inspector de tránsito, que nuestro jefe nos diera una paliza antes de hacernos firmar la indemnización por despido o que en la cárcel nos torturasen legalmente.
Sencillamente nos parecería aberrante que otro adulto tuviese el poder, esa impunidad sobre nosotros, sobre nuestro cuerpo. A todas luces sería “un abuso”.
¿Por qué entonces con los niños sería diferente? Porque “podemos”. Porque estamos ante alguien en inferioridad de condiciones de múltiples maneras: no sólo porque es físicamente es más débil, sino porque nos ama, nos necesita, depende de nosotros para subsistir y no puede vivir lejos nuestro… aun, Pero sobre todo porque desea nuestra aprobación y nuestro amor y eso, lo deja en absoluta vulnerabilidad eternamente.
Pero no lo hacemos porque “esté bien”. Y la mejor prueba de esto es que ni bien podemos, le enseñamos a nuestros hijos que “no se pega”, ni a los amigos, ni a los hermanos, ni a papá y mamá, ni a las mascotas ni a los juguetes! Difícil convencer a un niño de lo mal que está pegarle a otro si nosotros mismos les pegamos a diario no?
La cultura del miedo
Por supuesto si los inspectores de tránsito tuvieran “permiso para pegar” a conductores infractores, quizá manejaríamos con mucho más cuidado. Pero dudo que lo hiciéramos por otro motivo que por el puro miedo y dudo que creyésemos que viviésemos en una mejor sociedad por ello. Pues con los niños sucede lo mismo.
El miedo al castigo dura poco y no educa verdaderamente. No hay interiorización del motivo de la regla a cumplir, ni deseo de aprenderla, ni acuerdo consensuado para no infringirla de nuevo. Hay alivio de que no nos pesquen y hasta satisfacción cuando eso no sucede. Con los chicos sucede lo mismo. El castigo es una solución cortoplacista. Enseña a no hacer para no ser descubierto o peor aún, a hacer sin ser descubiertos.
¿Cuáles son las consecuencias más habituales del castigo?
Resentimiento: Si en lugar de explicar la consecuencia aplicamos un castigo independiente del tema en cuestión, es más probable aun que el niño sienta que el castigo es desmedido o que es una maldad nuestra y el resentimiento provocado erosiona nuestra relación con ellos.
Revancha: si considero que el castigo es injusto, si me quitan privilegios (como ver mis dibujitos preferidos) o me impiden hacer algo que me guste (como ir al partido de fútbol con mis amigos o al cumple de un amigo) y no entendí que lo que hice realmente está mal, o que es peligroso, o que realmente no me conviene hacerlo por diversos motivos, es probable que sólo espere el momento de distracción de papá y mamá para volver a hacerlo y salirme con la mía.
Rebeldía: Si el castigo es habitual, si suplanta al diálogo, si no hay empatía, si no hay paciencia, si no hay genuina conversación, es probable que a futuro, la acumulación de resentimiento, de rabia, de dolor, haga que el niño termine disfrutando de llevar la contra en todo lo que pueda, como forma quizá de devolvernos ese castigo. La lógica de “voy a hacer todo lo contrario de lo que me digan”, perjudicial como es para el propio niño, exponiéndolo a peligros mayores conforme va creciendo, no surge de la nada. Hay un deseo de “devolver el golpe” soterrado en ella. Quizá entonces haya que evitar ese golpe en primer lugar.
Retraimiento: Pero quizá la consecuencia más negativa sea la más “silenciosa”. Ese niño que se retrae por vergüenza o por inseguridad. Porque se avergüenza de sí mismo porque se siente un cobarde, porque siente que hace lo que le piden simplemente por miedo, porque es débil para ofrecer resistencia. O porque tiene su autoestima por el piso por sentir que es un mal hijo, una mala persona, que merece ser castigado por sus acciones porque “no se puede con él” y sólo trae dolores de cabeza y frustración a sus padres. Niños que a futuro buscan constantemente la aprobación del resto para sentirse bien consigo mismo, para sentirse aceptados.
Cuando sientas que cruzaste un límite y que “no te queda otra” que castigar, intenta reflexionar sobre cómo manejaban tus padres esa misma situación contigo. Cómo te sentías y qué resultado daba su táctica. Quizá encuentres más respuestas de las que imaginas y te permitas pararte desde otro lugar frente a tus hijos, siendo el adulto que sana, el que rompe el círculo, el que educa desde la contención, la paciencia y la empatía. Y sobre todo, el que educa desde el ejemplo: el padre que no castiga.

La socióloga uruguaya y especialista en marketing y comunicación es la fundadora de Mamá estimula. En el grupo que administra desde Argentina, comparte materiales educativos y soluciones para padres.
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