Diciembre suele funcionar como un espejo, y aunque a lo largo del año vayamos midiendo resultados y, en teoría, el cierre no debería sorprender a nadie, el último mes del ejercicio amerita un análisis particular. Para algunos es tiempo de celebración; para otros, un recordatorio incómodo de lo que no se concretó. Pero para quienes lideran organizaciones, el final del año es, sobre todo, una oportunidad para ordenar información, sacar conclusiones y decidir con mayor claridad.
En muchos balances anuales aparecen planillas, indicadores y listas de logros y asuntos pendientes. Es un ejercicio necesario, pero cada vez más insuficiente, dado que el verdadero valor no está solo en lo alcanzado, sino en comprender qué nos impulsó, qué nos frenó y por qué ciertos objetivos no avanzaron como se esperaba. Cuando se analizan las razones, pocas veces el problema es la falta de capacidad o de compromiso; con mayor frecuencia, lo que falla es la forma en que las metas se diseñan, se priorizan, se comunican y se sostienen en el tiempo.
En conversaciones con equipos de dirección, se repiten frases conocidas: «Sabemos lo que tenemos que hacer, pero muchas veces nos superan las urgencias y perdemos el foco», o «se definieron objetivos sin analizar si eran realmente viables en este contexto». Detrás de estos relatos suele haber dos problemas clave: falta de estructura y pérdida de foco.
La estructura tiene que ver con metas claras, prioridades definidas, responsables visibles, planes concretos, comunicación adecuada y seguimiento real. Sin estos elementos, incluso las mejores ideas se quedan en intenciones. El foco, en cambio, se diluye cuando todo es urgente. Cuando no se decide qué dejar afuera, la gestión se vuelve reactiva y el desgaste aparece rápidamente.
Hablar de objetivos también implica distinguir lo que es un deseo de lo que es un objetivo que requiere ser gestionado. Mientras que el deseo es difuso, emocional e impredecible, el objetivo es declarable, medible y accionable. En el mundo organizacional, muchas metas no se alcanzan porque se quedan en el plano del deseo: buenas intenciones sin un diseño sólido ni un sistema de hábitos que las sostenga en el tiempo.
«Espacio fértil»
Antes de proyectar el año que comienza, conviene hacer una pausa breve pero concreta. No para filosofar, sino para responder preguntas simples: ¿qué objetivos no fueron realistas?, ¿qué decisiones se postergaron?, ¿dónde se diluyó la ejecución?, ¿qué hábitos de gestión conviene sostener y cuáles ya no funcionan?
Todo balance también deja objetivos que no se alcanzaron. Y ahí aparece otra prueba de liderazgo. No todo lo que no salió es un error, ni todo desvío es una falla personal. A veces el contexto cambia, el mercado se contrae o las variables externas pesan más de lo previsto. Liderar en esos escenarios implica analizar, ajustar y, si es necesario, cambiar de rumbo sin quedar atrapado en la frustración ni en la búsqueda de culpables.
En las organizaciones, el balance también pone al líder en el centro. Cuando los objetivos no se cumplen, vale revisar si el equipo estaba alineado, si el seguimiento fue consistente y si el liderazgo fue claro. La coherencia entre lo que se dice y lo que se hace sigue siendo uno de los factores más determinantes para lograr compromiso y resultados.
Entre un cierre de ciclo y el comienzo de uno nuevo hay un espacio fértil. Aprovecharlo implica equilibrar estructura y motivación; planificación y flexibilidad; foco y humanidad. Diciembre nos recuerda que no podemos volver atrás, pero sí decidir como seguir a partir del mes siguiente.
Graciela Foggia
Directora de Up Mind
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