A fines de 2024, el fortalecimiento del dólar provocó un incremento de la inflación tendencial desde 5,1% en octubre a 5,7% en diciembre; la más relevante para las expectativas y las decisiones de política monetaria ya que excluye los precios más volátiles. Ello a su vez ocurrió en un contexto en donde todavía no habían sido anunciadas las autoridades (ni sus intenciones) del nuevo directorio que asumiría en 2025 y con una política monetaria en sesgo neutro desde hacía casi un año, que señalizaba que el BCU se sentía “cómodo” con las expectativas de inflación cerca del techo del rango meta. Ello se fundamentaba, correctamente como mencioné en columnas anteriores, en que los aumentos nominales de gasto público y salarios definidos con anterioridad hacían costoso apuntarle al 4,5% durante 2024.
No sorpresivamente, las expectativas de inflación de los analistas, empresarios y operadores primarios comenzaron a desanclarse y se incrementaron entre 0,3 y 0,5 puntos porcentuales (en promedio aumentaron desde 5,8% en octubre a 6,1% en enero). Al mismo tiempo, el Informe de Política Monetaria publicado en enero había revisado al alza sus proyecciones de inflación para 2025, incidido por el componente transable, que se ubicaría por encima del 6% durante buena parte del año.
Ello configuraba un escenario en donde para mantener la inflación dentro del rango meta en 2025 y lograr que las expectativas de inflación a 24 meses volviesen a ubicarse por debajo del 6%, era necesario que la instancia de la política monetaria volviese a ser contractiva. Razonablemente, a fines de diciembre el Copom elevó la tasa de política monetaria (por unanimidad de sus directores) y el designado presidente del BCU adelantó que la inflación sería la prioridad de la futura gestión del Banco.
Al margen de lo anterior, el escenario en materia de inflación cambió significativamente en los últimos meses incidido por el debilitamiento del dólar a nivel global, que cayó un 8% en el transcurso del año en comparación con las monedas de países avanzados y un 5% en relación al peso uruguayo. En este marco, el componente transable de la inflación, que había aumentado del 3,9% en octubre al 5,8% en enero y se esperaba rondase el 7% en los próximos meses, volvió a ubicarse por debajo del 6% en abril y el componente tendencial de la inflación se moderó a 5,5%.
En este contexto, el riesgo de que la inflación superase el techo del rango meta al inicio de la gestión parece haber quedado atrás. A partir de febrero, la TPM deflactada por las expectativas promedio a 24 meses volvió a ubicarse en terreno contractivo y las expectativas de inflación de los analistas volvieron a niveles similares a los de octubre 2024 (5,8%); sería esperable que las expectativas de los operadores primarios, que aumentaron de 5,7% en diciembre a 6,1% en marzo y las de empresarios, que se mantienen en 6,5% desde diciembre, se reduzcan en los próximos meses.
Por otra parte, en los próximos meses se dilucidará si en los hechos, el objetivo del BCU es que la inflación se ubique por debajo del 6% (cómo durante 2024) o que converja explícitamente a 4,5%, como fue anunciado en el último Copom. La debilidad global del dólar configura un escenario propicio para consolidar una tasa de inflación en 4,5%, aunque ello requiere que las decisiones sean consistentes con ese objetivo.
Es factible que en esta “segunda fase” del proceso de desinflación exista cierto margen de maniobra para apelar al gradualismo, y que ello permita mitigar eventuales riesgos en materia de consistencia entre la política monetaria, la fiscal y la salarial. Cabe recordar que en la “primera fase” (2022-23), el BCU partió con una inflación en 9% tras años de incumplimiento, lo que requirió de sucesivos aumentos en la TPM, ubicándose en torno a 1,5 p.p. por encima del nivel de neutralidad durante varios meses.
Sin perjuicio de lo anterior, el sesgo de la política monetaria se volvió decididamente contractivo recién a partir del último Copom y la TPM (9,25%) se ubicaría algunas décimas por encima del nivel de neutralidad. Con el promedio de las expectativas de inflación en 6,1%, la TPM consistente con un objetivo de 4,5% debería ubicarse entre 9,5% y 10%.
Ante este escenario, el BCU debería subir la TPM en mayo (y posiblemente en julio) buscando “disciplinar” al Poder Ejecutivo y a las partes involucradas en la negociación salarial (empresarios y trabajadores). Ello supone definir lineamientos salariales consistentes con la meta del BCU y fijar incrementos nominales del gasto público alineados a ese objetivo. Ante eventuales desvíos, el BCU no sería la parte inconsistente, aunque esta estrategia supone un riesgo para el sector transable y la actividad en general, así como para las finanzas públicas.
Alternativamente, el BCU podría apoyarse en el escenario de debilidad global del dólar y “jugársela” a que el nivel actual de credibilidad y de TPM es suficiente para que los acuerdos salariales incorporen una inflación de 4,5% (e idealmente reduzcan indexación hacia atrás), lo que promovería una reducción adicional en las expectativas de inflación. En este caso, se reduciría el riesgo de inconsistencia entre las diferentes políticas, aunque supone un riesgo mayor en materia de credibilidad de la política monetaria si los acuerdos salariales no se alinean al objetivo de 4,5%.