OPINIÓN
Una de las grandes amenazas para el país vecino es el déficit fiscal de 17% del PIB.
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Antes de la pandemia, Brasil ya enfrentaba varios problemas macroeconómicos. Pese a cierta reactivación, el PIB se ubicaba al cierre de 2019 en niveles similares a los observados en 2012. La economía acumulaba varios años de pérdida en puestos de trabajo y desempleo de dos dígitos, con deterioro de los indicadores sociales. En materia fiscal, si bien el gobierno del presidente Jair Bolsonaro había empezado a reducir el déficit y la deuda pública (como porcentaje del producto), las bajas fueron leves en 2019 y los riesgos de insostenibilidad continuaban latentes. Por eso, Brasil había perdido el grado inversor en 2015, sin mejoras en la calificación crediticia en el último tiempo.
Donde sí mostró un gran progreso macroeconómico ha sido en la estabilidad de precios. La inflación promedió sólo 3,5% en el bienio previo a la irrupción de la pandemia, en parte por el cuasi estancamiento económico, pero sobre todo por la consolidación de la mayor autonomía del Banco Central y su mejor gestión, independiente del gobierno de turno. La política monetaria ha buscado sistemáticamente mantener las expectativas inflacionarias ancladas en torno a las metas y ha actuado con celeridad para (simétricamente) combatir desbordes inflacionarios y prevenir riesgos deflacionarios.
Con todo, al irrumpir el COVID-19, los problemas macroeconómicos se agravaron. La crisis global y las dificultades de gestión interna, con la intensidad de contagios y muertes por el virus, provocaron un desplome de la actividad, con una contracción que terminará siendo en 2020 más cercana a 5% que al 10% estimado inicialmente. La caída resultó atenuada por las mejoras de algunos determinantes externos y el despliegue de políticas macro muy expansivas.
Por un lado, Brasil ha empezado a verse favorecido por el rebote del crecimiento del crecimiento mundial, las tasas internacionales en cero, la debilidad global del dólar y los consiguientes mayores precios de exportación.
Por otro lado, en lo interno, el Banco Central aceleró las bajas en la tasa Selic hasta un mínimo histórico de 2% y el gobierno activó un impulso fiscal equivalente a cerca de 10% del PIB.
La política monetaria expansiva se justifica por la significativa desaceleración inflacionaria en el contexto de expectativas ancladas, salarios contenidos por alza del desempleo y menores márgenes de comercialización por la recesión. Todo eso, combinado con la consolidación de un régimen creíble de metas de inflación, ha validado la devaluación del real, sin una gran amenaza para la estabilidad de precios. Y así, en la dimensión cambiaria, Brasil ha quedado barato en dólares para capitalizar mejoras en el entorno internacional, atraer financiamiento externo y afianzar su reactivación.
Pero para que la recuperación del PIB se extienda más allá del mero rebote previsto en 2021 (sobre 3%), una condición imprescindible es ir revirtiendo rápidamente el déficit fiscal, desde el exorbitante nivel actual (17% del PIB) hacia cifras iguales o menores al 6% observado en 2019. Sin esa corrección en el corto plazo, no sólo se acrecentará el riesgo de insostenibilidad de la deuda, que ya bordea el 100% del PIB, sino también de un círculo vicioso de estancamiento, devaluación e inflación.
Por ahora dicho escenario no se percibe como el más probable. Analistas, organismos multilaterales y bancos de inversión estiman factible una significativa reducción del déficit fiscal, ya en 2021, por la recuperación de recaudación, la reversión automática de algunas renuncias tributarias transitorias, menores transferencias extraordinarias a las personas y la fuerte caída de las tasas de interés que paga el Estado.
Sin embargo, existen dudas sobre el grado de consolidación fiscal hacia 2022, en medio un nuevo ciclo electoral, incertidumbre sobre el contexto global y problemas estructurales de crecimiento.
Por un lado, está el riesgo de un recrudecimiento de los enfrentamientos entre Bolsonaro y su ministro de Economía Paulo Guedes, si éste aún permaneciera en el cargo. Y por otro, existe la aprensión sobre la concreción de algunas reformas que le aumenten a Brasil su (bajo) crecimiento potencial. Además del frente fiscal, necesita avanzar en mayor apertura e inserción externa, reducción en la carga tributaria a los factores productivos, menores trabas a la inversión física, mejoras en el capital humano y eliminación de políticas industriales ineficientes.
Para Uruguay, los efectos de todo esto son mixtos en el corto plazo, e inciertos a la larga. Es posible que vaya recibiendo un cierto impulso desde Brasil en términos de mayor demanda de bienes, dada su reactivación y una eventual apreciación del real, si se consolida la debilidad global del dólar. Sin embargo, dicho impacto positivo estará obviamente atenuado por el cierre de fronteras y la menor llegada de visitantes norteños.
A la larga, más allá de 2021, todo dependerá de lo favorable que sea el ciclo global para Brasil y su capacidad para capitalizarlo, tanto por el manejo económico como político.