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Inflación uruguaya a la larga: ¿a cuánto debería converger?

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

Conclusiones luego de los debates en las Jornadas de Economía del BCU.

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Justificadamente las Jornadas de Economía del Banco Central del Uruguay (BCU) han sido consideradas el principal evento académico de la disciplina en el país, durante los últimos 35 años. De ellas suelen emerger perspectivas que combinan teoría, modelos, datos y juicio, cuatro ingredientes básicos que conjuntamente —cuando son de calidad— favorecen buenas visiones y políticas.

Justo en ese marco, la edición 2021 realizada la semana pasada tuvo un excelente panel dedicado a responder cuánto debería ser la inflación de largo plazo en Uruguay. ¿8,5%, tal como promedió en los últimos 20 años?
¿Aún más alta? ¿O debería converger a la larga a 2-3% como en países desarrollados y muchos emergentes?

Dichas interrogantes fueron abordadas por Julio Garín del Claremont McKenna College, Diego Gianelli del Banco Central de Chile y Gerardo Licandro del BCU. Se trata de tres destacados macroeconomistas uruguayos, con muy buena formación académica y mucha experiencia en investigación y/o diseño de política económica.

Como bien sugirió Licandro, la elección de la meta de inflación de largo plazo es muy importante dentro de la institucionalidad monetaria, por sus consecuencias en el funcionamiento de los mercados financieros, el crecimiento potencial y la distribución del ingreso.

Si bien estos y otros aspectos son afectados negativamente por la inflación, eso no significa que la meta de largo plazo deba ser cero o negativa, como hace unas décadas llegó a plantearse desde algunos enfoques teóricos. Como hay sesgos en la medición del IPC, ya sea por su composición o por mejoras continuas de calidad en los bienes, este índice suele sobreestimar la verdadera inflación en 1-2% anual, según la evidencia mundial y local. Así, el piso para la meta —consistente con “la estabilidad de precios” — debería estar en ese rango. Porque, además, como expuso Gianelli, la fijación de una meta más baja podría friccionar el cambio en precios relativos, en un contexto de rigideces, y limitar el margen de maniobra de la política monetaria convencional por los problemas para llevar la tasa de interés por debajo de cero (Zero Lower Bound o ZBL), aunque eso sea hoy tecnológicamente más factible.

Paralelamente, también hay argumentos para descartar un techo mayor a 5% en la visión de Garín y para centrarse en torno a 3% según Gianelli y Licandro. Aunque podrían estimarse beneficios recaudatorios por una inflación más alta, la literatura comparada sugiere costos mucho mayores por tratarse de un impuesto regresivo (no legislado), sus efectos negativos sobre la inversión y el crecimiento económico, las rigidices que genera para suavizar el ciclo económico, las vulnerabilidades asociadas a la sustitución de la moneda (“dolarización”), el bajo desarrollo del crédito en moneda nacional, el debilitamiento del rol contracíclico de la política monetaria y las mayores tasas de interés nominales.

Como muchos de esos argumentos han estado largamente justificados, fue valioso que Gianelli y Licandro pusieran especial énfasis en el último aspecto. Una elevada inflación conlleva altas tasas de interés nominales e incentiva el ingreso de capitales de corto plazo (carry trade), en ciclos de dólar globalmente débil o estable. Si el Banco Central mantuviera artificialmente baja la tasa referencial promovería la inflación, sin necesariamente desincentivar mucho “los capitales golondrina”. En esos escenarios (globales y locales) para el dólar, los inversores (globales y locales) siempre tendrían la opción de vender la divisa y comprar bonos en Unidades Indexadas para capturar la eventual mayor rentabilidad que —en última instancia— proviene de la inflación alta.

Como complemento, Garín sugirió mejorar consensuadamente la institucionalidad del BCU y la política monetaria, y puso énfasis en acotar la volatilidad de la inflación, estableciendo por ejemplo un rango entre 2% y 5%. Para ello, destacó la importancia de desarrollar modelos que contemplen algunas particularidades de Uruguay, reconocer en su calibración los errores de política, e incorporar los aportes de la diáspora de macroeconomistas que han estado trabajando en estos temas.

Evidentemente todo esto podría mejorar el proceso en el que está embarcado Uruguay y su Banco Central. Terminó la etapa fácil (2020-21) de estabilizar y moderar la inflación, con algunas mejoras en la gestión monetaria. Ahora parece necesario evitar el tradicional rebote inflacionario y consolidar la reciente desaceleración. Si bien esto debería ser lo prioritario en el corto plazo, no pueden faltar mejoras comunicacionales e institucionales tendientes a encaminar las expectativas de largo plazo hacia el centro del rango actual (5%) como ha reafirmado el presidente del BCU Diego Labat, para luego transitar hacia objetivos menores a la larga.

Así que, enhorabuena estos insumos emergidos desde las Jornadas de Economía para los hacedores de política y la sociedad civil. Viene ahora la etapa de pedagogía, persuasión y diálogo para lograr mayor consenso y transformar la meta de inflación (más) baja y estable en regla y no excepción.

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