¿Está Uruguay preparado para tener su propio Milei?

Redes sociales, malestar económico, baja politización podrían abrir el terreno a discursos más confrontativos. La cultura institucional aún contiene, pero ¿hasta cuándo?

Javier Milei
Javier Milei, presidente de Argentina
JUAN MABROMATA/ AFP

Este artículo propone una reflexión sobre hacia dónde puede ir la comunicación política en Uruguay en los próximos años, teniendo en cuenta fenómenos disruptivos como La Libertad Avanza, el trumpismo y otras expresiones de las nuevas derechas.

Muchos de quienes ya tenemos algunos años miramos con cierto desconcierto cómo la política viene rompiendo códigos que antes ayudaban a ordenar el debate público. Valores como la tolerancia, el diálogo político, la lealtad o incluso la honestidad intelectual parecen estar pasados de moda, mientras avanza una forma de hablar más polarizada: el “pueblo” —ya sean trabajadores, productores o ciudadanos comunes— enfrentado a distintas versiones de una élite corrupta, como “la casta”, el deep state o la “oligarquía explotadora”. Esos bandos opuestos se alimentan desde los discursos políticos, que hoy parecen necesitar líderes carismáticos que los enfrenten con agresividad, con descalificaciones, y con capacidad de imponer fuerza, todo eso sin dejar de lado el show ni el humor que muchos de esos líderes también usan con habilidad.

Dicho esto, vale preguntarse si en Uruguay hay lugar para que este tipo de comunicación —más confrontativa, emocional y espectacular— empiece a ganar espacio e incluso se vuelva dominante. ¿Podría haber tenido lugar en elecciones recientes? ¿Puede tener impacto en lo que queda del actual período de gobierno?

Un condicionante relevante es la economía. Es evidente que, aunque el crecimiento económico ha sido muy modesto en los últimos años, y la desigualdad y la fragmentación social forman parte del paisaje estructural del país, la ciudadanía no parece estar exigiendo, de forma explícita, un viraje radical en la conducción económica. Este dato, en principio, podría operar como un freno al surgimiento de discursos disruptivos de corte populista. Sin embargo, también debe considerarse que solo 4 de cada 10 uruguayos califican positivamente la situación económica del país, mientras que 6 de cada 10 la describen como regular o mala. Bajo esta segunda lectura, podría considerarse que el humor general económico es regular y podría brindar relativo espacio a líderes que pateen, con cierta moderación, el tablero. Quizás ese fue uno de los fundamentos a los que apeló la campaña por la derogación de la ley de la seguridad social, cuando exhortó a mejorar las jubilaciones sumergidas, con el contrapeso de otros poderes que contuvieron la iniciativa.

Otro factor que muchas veces está presente cuando surgen liderazgos polarizantes tiene que ver con el grado de integración social y con cuánto la gente se identifica o no con los valores que predominan en la sociedad. Recientemente, en el evento Un Balance Anticipado organizado por El País, nuestro director de Opinión Pública, Rafael Porzecanski, ponía en cuestión la estabilidad potencial del reconocido estatus de Uruguay como democracia plena, a la luz de problemas estructurales como la marginalidad, la salud mental y delincuencia, que constituyen hoy la principal preocupación manifestada por la ciudadanía. Demandas profundas que, hasta ahora, el sistema político no ha sabido resolver. Este podría ser otro foco de malestar social que habilite la aparición de liderazgos disruptivos, capaces de polarizar con el establishment a partir de la promesa de resolver aquello que la política tradicional no ha enfrentado con eficacia. De hecho, ese fue posiblemente el terreno emocional sobre el que capitalizó Cabildo Abierto en su irrupción electoral, apelando, bajo el lema “se terminó el recreo”, a valores tradicionales como el orden y la autoridad.

Los liderazgos neopopulistas, como los que estamos describiendo, suelen aparecer cuando los partidos pierden legitimidad como canal para representar lo que la gente quiere o necesita. En ese sentido, Uruguay parece ser una excepción en la región: tiene un sistema de partidos sólido, con historia, legitimidad y arraigo. Sin embargo, conviene matizar ese diagnóstico: un tercio de la ciudadanía declara no tener ningún interés en la política y otro tercio manifiesta un interés bajo. Además, los segmentos que suelen definir el resultado electoral tienden a mostrar bajos niveles de interés en la política y fidelidad partidaria —con sobre representación de jóvenes y personas de nivel socioeconómico bajo—. Desde esta perspectiva, los liderazgos neopopulistas podrían ejercer cierto atractivo sobre estos sectores menos politizados, especialmente si se los comprende no como votantes racionales, sino como públicos más permeables a discursos emocionales y polarizantes que a estrategias centradas en el programa o la moderación.

A esto se suma un cambio muy importante: ya no nos informamos como antes. La tele dejó de ser el principal medio de información, y eso trae aparejado muchos otros cambios. Ya no miramos el informativo en familia, y los periodistas pierden terreno en su rol de moderar o filtrar los contenidos que nos llegan. Ese lugar lo ocupan hoy las redes sociales, lo cual permite saltear intermediarios, difundir mensajes emocionales y polarizantes, escándalos, cuando no directamente noticias falsas o sacadas de contexto.

Y como sabemos, son justamente esos contenidos —los más emocionales y extremos— los que más atención generan en las redes, sobre todo entre quienes están menos interesados en política. Este puede ser uno de los principales motores del cambio en el tono de la comunicación política actual. En la economía de la atención, lo que comunica no es el programa de gobierno, sino el tamaño de las guampas de Da Silva en la campaña departamental, el gimnasio de Ojeda, la bandera de Lacalle Pou o las intervenciones virales del ya fallecido Mujica. A esto se suma que gran parte de la movilización política hoy se canaliza también a través de las redes, donde lo que se amplifica es lo emocional, no lo racional ni lo moderado. Esto puede ser uno de los elementos que expliquen la baja votación del PI en la elección pasada. Ese segmento de centro, racional y equilibrado está muy disminuido.

Para cerrar, se podría decir que en Uruguay no están dadas todas las condiciones para que surjan populismos como los que ya forman parte de nuestro día a día global, con figuras excéntricas como Milei o Trump dominando los reels, la prensa o la televisión. Pero sí hay razones para pensar que la forma de comunicar en política —y la forma de vincularse con la ciudadanía— puede estar yendo hacia un tono más emocional y polarizado, aunque todavía contenido por un sistema institucional que tiene fuerza.

Quizás el verdadero desafío desde el punto de vista de la comunicación política esté en quiénes logren sintonizar mejor con las necesidades emocionales del electorado, tanto desde las marcas partidarias como a partir de sus liderazgos. En ese sentido, será clave la capacidad de interpretar y expresar los clivajes más sentidos por el ciudadano común: trabajador versus asistencialismo, trabajo versus oligarquía, trabajadores versus casta política, delincuencia versus orden y represión, valores tradicionales versus libertinaje, diversidad versus elitismo o conservadurismo. Quienes consigan representar de mejor forma esas tensiones —y hacerlo de forma emocionalmente eficaz, incluso con recursos del espectáculo— tendrán mayores chances de conectar con una ciudadanía.

- Soc. Agustín Bonino, Director de Opción Consultores.

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