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Una crónica sentimental y gastronómica de la ciudad de Lisboa

Sardinas que brillan (y cuestan) como joyas, tranvías amarillos, azulejos de color cobalto y, de postre, pasteles de nata para exprimir al máximo una escapada a la capital portuguesa.

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Lisboa. Foto: Shutterstock

Lisboa está de moda. Se puede comprobar en cualquier agencia de viajes. En el pasado verano boreal sus calles hervían, inundadas por una multitud plurinacional. Quizá aburridos de otros destinos ya demasiado frecuentados, las masas de Europa y de otros lares han redescubierto la capital más occidental del Viejo Continente. Y también una de las más tranquilas.

Los portugueses, ya se sabe, son pacíficos y serenos. Ante el fenómeno del turismo, se dividen en los dos sectores tradicionales: los que esperan beneficiarse de él y los que aprenden a conllevarlo con resignación. Sea como sea, por cálculo o por paciencia, tratan estupendamente al visitante, que se siente en Lisboa un poco como en casa, es decir, abrigado y desolado a la vez.

En la desembocadura del paquidérmico río Tajo, tan manso como indiferente, se le puede confesar a un portugués que hay que vivir cada día como si fuera el último. El portugués, entonces, te devolverá una mirada escéptica y pausada, y asegurará: “Puede ser, pero sin perder la perspectiva de que quizá no lo sea”.

Lisboa

Los tranvías.

Una ciudad debe ser comprendida de inmediato desde una cierta altura. Esa primera perspectiva es fundamental. En Lisboa abundan los miradores desde donde contemplar el entramado urbano: el de Santa Luzia, el de Santa Catarina, el de San Pedro de Alcántara, el de la Senhora do Monte… Un emplazamiento muy interesante para el picado urbano es el que ofrece el castillo de San Jorge, de origen árabe y monumento nacional desde 1910. Desde cualquiera de estos puntos la capital portuguesa vivaquea flirteando con el Tajo.

Una plaza que destaca en esas vistas es la de Martín Moniz. Es uno de los espacios de ocio y restauración más pujantes de la Lisboa actual. Los visitantes, sin embargo, lo escogen por una razón de mucho peso: desde allí parte el famoso tranvía 28. Ya se sabe que los tranvías amarillos son un emblema lisboeta.

Esos trastos pequeños y encantadores permiten salvar los numerosos desniveles de una urbe con muchas colinas.

El 28 recorre el barrio de Estrela, el Barrio Alto, el Chiado, Graça y Alfama (con parada frente al Panteón Nacional, la Sé-Catedral, el mirador Portas do Sol y el castillo de San Jorge, entre otros). Solo tiene un inconveniente: los vehículos tienen escasa capacidad y la cola para subir se eterniza. Cuando los últimos turistas consiguen un asiento, un avión ha partido tranquilamente de Valencia y ha llegado a Lisboa… Si se quiere evitar esta espera, lo mejor -y más caro y menos pintoresco, pero más práctico- es subirse a un tuk-tuk.

Lisboa

El poeta.

Es posible que a algunos visitantes les atraiga la memoria de Fernando Pessoa, el más legendario de los escritores de Portugal. La lengua portuguesa adquiere con Pessoa honduras antimetafísicas.

Para evocar su figura es recomendable alojarse, como hago yo, en un hotel de la Praça da Figueira, la que cantó Álvaro de Campos. De aquí parte la calle pessoana por excelencia, la Rua dos Douradores. Allí vivió el escritor y trabajó en una sórdida oficina. Hoy es un vial primoroso, perfectamente rehabilitado, con tiendas y cafés de moda.

La otra vivienda de Pessoa, donde habitó entre 1920 y 1935, se sitúa en la Rua Coelho da Rocha. El edificio acoge hoy la Casa Museo del escritor. De sus enseres personales solo se conserva su cama y una réplica del arcón donde guardó las 30.000 hojas póstumas que constituyen su obra.

Hay otros puntos de la memoria del autor del Libro del desasosiego en la ciudad: el más famoso es el café A Brasileira, que frecuentó, y donde lo representa una curiosa estatua sedente.

En 2021, la Casa Fernando Pessoa fue distinguida por la Asociación Portuguesa de Museología con el Premio al Mejor Museo Portugués.

Lisboa

Dónde comer.

Concluido el periplo pessoano, es posible que al visitante le entre hambre. En Lisboa hay que comer pescado, bacalao singularmente (por algo disponen de la formidable despensa del Atlántico). Sin embargo, sus dos emblemas gastronómicos más peculiares son minimalistas. Se trata de la sardina y los pastéis o pasteles de nata.

Lo que han hecho los portugueses con la sardina es una metáfora de su evolución como país. Este pez clupeiforme, gregario y modesto formaba parte, hace menos de medio siglo, de la miseria del mar, tanto en Portugal como en España. Era el alimento de los pobres: no tenía más valor.

Hoy en día, se vende sardina en conserva en tiendas que parecen joyerías (como ejemplo, la cadena Mondo Fantástico da Sardinha Portuguesa). Y es que su precio es de joya: una simple lata de 115 gramos cuesta 15 euros; 22 si contiene virutas de oro comestible. Las huevas de sardina se cotizan a 52 euros la lata.

Es recomendable, sin embargo, probar la sardina fresca a la brasa, que se ofrece en muchos restaurantes lisboetas como manjar que sin duda es. Este método de cocción ya lo recomendaba Josep Pla en su tiempo: “No coman nunca sardina a la plancha, siempre a la brasa”, exhortaba el autor de El que hem menjat (1972).

Comidas sobre una rebanada de pan, o con pimientos a la parrilla y papas cocidas para acompañar, no hay mes de verano en el que su olor delicioso no se sienta por las calles de Lisboa. Las sardinas más famosas son de Setúbal, pero es en las calles de la capital donde se saborean en cualquier momento, principalmente durante las Fiestas de los Santos Populares (San Antonio el 13 de junio, el día de San Juan el 23 de junio y el día de San Pedro el 28 de junio).

Los distintos barrios tradicionales colocan asadores en las calles y quienes pasean y escuchan música pueden siempre beber un vaso de vino o de sangría, cantar una marcha y comer otra sardina para alegrar el espíritu.

Los portugueses, sin saberlo, son muy planianos. Un objetivo muy razonable es dirigirse por la noche a alguno de los callejones del Chiado (el barrio más bohemio de la ciudad, pero también el más glamoroso, con sus fachadas color pastel y sus tiendas de gama alta). Allí se puede cenar mientras se escucha cantar fados en directo.

En la Tasca do Chico (Rua do Diário de Notícias), con un poco de suerte, se puede asistir a conciertos improvisados de profesionales con mucha solera. Otros de los restaurantes de la ciudad donde se sirve muy buen pescado son Merendinha do Arco, Último Porto, A Baiuca, Tasquinha do Lagarto o Zé da Mouraria.

En cuanto al pastel de nata, es una pequeña tartaleta de hojaldre rellena de crema. Realmente resulta un postre delicioso, cuya elaboración se disputan las mejores dulcerías de la ciudad: La Manteigaria, Fábrica da Nata, Pastelaria Santo Antonio, Pastelaria Batalha… El hojaldre no tiene ningún misterio, así que la clave está en su interior. Parece que la receta original -que se guarda con celo- procede de Belem.

Y el arte.

Dos lugares de la ciudad merecen un comentario detenido. Para los amantes del arte, su cita es con la Fundación Calouste Gulbenkian, en la avenida de Berna. Es la institución cultural más importante de Portugal, producto de la generosidad de un magnate petrolero de origen armenio -Gulbenkian- que vivió en el país tras refugiarse allí en la II Guerra Mundial. El complejo está integrado por obras de todas las épocas e incluye una biblioteca temática con más de 160.000 títulos.

El sitio más singular, sin embargo, es sin duda el convento do Carmo, en la Baixa. Se trata de una iglesia parcialmente derruida por el terremoto de 1755, que arrasó Lisboa. Una parte de su fábrica sigue en pie.

Hoy forma parte de un Museo Arqueológico y es un lugar extraño, quizá un espacio liminar en el sentido antropológico. Hay algo de ritual interrumpido en estas ruinas. Es el esqueleto de un espacio sagrado, que se resiste a ser considerado exclusivamente profano. El visitante, con una cierta expectación, admira desde allí el cielo de Lisboa, con su azul purísimo, a la espera de una revelación que no se produce nunca.

Y aquí debe acabar esta crónica, para que no se ponga demasiado sentimental.

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