A la medina -dentro de los límites de la muralla- no se puede entrar en auto. Las calles de la ciudad vieja amurallada son angostas, y por ellas circulan sólo motos, bicis y carros. En la puerta Bab Doukkala, una de las 18 que tiene Marrakesh a lo largo de sus varios kilómetros de muralla, nos esperaba Yamal, el joven anfitrión del riad en el que nos alojábamos.
Salir al laberinto de calles es toda una experiencia. Hay puestos de venta y de comida pegados uno al otro. Carnicerías con cortes raros, pollerías con pollos vivos que la gente elige y lleva del cuello, recién degollados. Vendedores ambulantes de fruta y pan. Otros que venden la delgada masa filo con la que se hacen los típicos pastelitos llamados briouats, que confeccionan ahí en la calle y que airean como platillos voladores. Porteadores de equipaje. Una cantidad de peluquerías que trabajan hasta tarde. Muchos gatos, pocos perros. Motos y bicis que circulan a toda velocidad por calles angostas y esperan que uno se aparte. Carros tirados por mulas que circulan cargados de mercadería, gente que va y viene.
Sacar fotos es una tentación. Aunque hay mucho turista y muchos viven de ellos, los hombres vestidos con su djellaba (la túnica con capucha), y las mujeres con sus velos y vestimentas largas, tapan, por lo general, sus rostros cuando ven que se levanta una cámara o un celular. Y se niegan a que se los fotografíe, a ellos o a su mercadería en el caso de los comerciantes. Hay que pedir permiso. Tampoco se puede fotografiar a las fuerzas de seguridad.
La plaza Jemaâ El Fna, pegada a la mezquita de La Koutoubia -la más grande de Marrakesh-, es el lugar donde entretenerse por la tarde y hasta la una de la mañana. Un circo viviente lleno de encantadores de serpientes, artistas del henna, vendedores de agua, músicos callejeros, hombres con monos, y juegos, muchos juegos. Las terrazas de los cafés y restaurantes que la rodean son lugares adecuados para tener una buena panorámica.
Ir al Jardín Majorelle -uno de los imperdibles- implica salir de la medina hacia la parte más nueva de la ciudad. Allí también los edificios son de color rosado. El jardín, pequeño y exuberante, fue creado por el pintor francés Jacques Majorelle en 1924.
Camino al desierto
Salimos hacia Ait Ben Haddou, atravesando los montes Atlas. Esta fortificación de adobe, Patrimonio de la Humanidad, sirvió de escenario para películas como Gladiador e Indiana Jones. Construida en el siglo XI, hoy solo unas pocas familias la habitan. Más al sur, el desierto de Erg Chebbi, cerca de la frontera con Argelia, despliega su espectáculo de dunas doradas. El amanecer y el atardecer tiñen la arena de tonos anaranjados. Las tribus nómadas han disminuido debido a la escasez de agua, y muchas familias ahora viven en jaimas con sus cabras.
Volubilis
Volubilis es el yacimiento romano mejor conservado de Marruecos. Fundado en el siglo III a. C., alcanzó su esplendor bajo el dominio romano en el año 45. Allí se comerciaba aceite y se exportaban leones para los circos de Roma. Tras caer en manos bereberes, se convirtió en la base del reino de Fez. Aunque fue destruido por el terremoto de Lisboa en 1755, aún conserva monumentos impresionantes como la basílica, el templo de Júpiter y mosaicos en antiguas viviendas.
El pueblo azul
La medina de Chauen está toda pintada de un azul claro, casi celeste, que le da a la ciudad vieja una serenidad especial. Esta ciudad azul tan instagrameable se encuentra al norte de Marruecos, en plena cordillera del Rif, donde se habla bastante español, ya que formaba parte del protectorado de España en Marruecos entre 1913 y 1956. Antes, tras la caída de Granada, estaba poblado de musulmanes y judíos expulsados de la península ibérica que habían levantado sus barrios con un marcado carácter andalusí. Parece que el color azul fue una idea de los judíos sefardíes para repeler los mosquitos.
Chauen es tan azul como turística, y su sector más comercial es la plaza Uta el-Hammam. Como siempre, basta alejarse poquitas cuadras y perderse por calles que ascienden y descienden, o tomar una escalinata con rumbo desconocido para descubrir la vida cotidiana. Pispear el rezo dentro de una mezquita, ver los chicos jugar, o descubrir, cuando cae la noche, un pastor que regresa a su casa en el interior de la medina azul con su rebaño de 20 cabras que ingresan por la puerta de entrada, la misma por la que entran el hombre y su familia, y suben todos a un primer piso a descansar. Shukran Marruecos, gracias por la experiencia.
(Con información de La Nación / GDA)
Medina de Fez: un laberinto
La medina de Fez el Bali es la más grande del país, la más antigua y de las más activas. El conjunto de 9.000 calles es muy laberíntico y sus zocos (souks) están ahí para deambular sin rumbo.
Los artesanos trabajan al aire libre y ofrecen sus productos. No es fácil entender su distribución, aunque pronto se descubre que los artesanos del cobre trabajan juntos en la placita Seffarine, y que los vendedores de hilos de seda y borlas se concentran en otro sector techado.
Las babouches -las típicas zapatillas puntiagudas-, los vestidos elegantes y las especias están todos agrupados por gremio. Al souk del cuero hay que ir dispuesto a aguantar el olor. Un puñado de hojas de menta cerca de la nariz ayudan, porque la fetidez que proviene del centenar de piletones de piedra con ácidos con los que procesan y tiñen el cuero es insoportable.
A las mezquitas no se puede entrar si no se es musulmán. Sí se visitan las madrasas, las viejas escuelas coránicas. También se visitan los fondouks (un tipo de fonda o almacén), como el de los ebanistas (Fondouk Nejjarine), que es del siglo XVIII y ha sido reconvertido en el Museo de los Oficios de la Madera.