El RRS James Cook no es un barco cualquiera. La sigla RRS (Royal Research Ship) indica que se trata de un buque destinado a la investigación científica y que su propietario no es otro que el rey Carlos III. Cuando Domingo lo visitó, estaba atracado en la cabecera del muelle B del puerto de Montevideo, en un día de descanso para la tripulación. Salvo por el personal de cocina, algunos habían salido a recorrer la ciudad, mientras que otros disfrutaban de una cerveza en la cubierta.
Operado por el National Oceanography Centre, el James Cook fue diseñado para explorar los océanos más remotos y desafiantes del planeta. Con 89,2 metros de eslora, 18,6 metros de manga y un calado máximo de 6,315 metros, puede navegar a una velocidad media de 10 nudos, lo que le permite realizar misiones prolongadas. Su capacidad para operar en latitudes extremas le permite llegar hasta los 65 grados sur y los 80 grados norte, donde el hielo marino marca los límites.
Zarpó meses atrás desde Southampton, en el sur de Inglaterra, y cruzó el Atlántico en una nueva travesía científica. Su ruta lo llevó al talud continental, a unos 185 kilómetros de la costa, una zona de fuertes pendientes -de hasta 50° en algunos puntos-que desciende desde la plataforma continental, a -200 metros de profundidad, hasta la llanura abisal, a -4.000 metros.
¿Y por qué llegó a este punto del 70% de la superficie del planeta cubierta por agua? “Porque esta región es como una lasaña”, explica Katy Sheen, la jefa del equipo científico. Su metáfora es un halago: describe la complejidad de la zona en términos de biodiversidad y su papel en la dinámica oceánica global, clave para comprender el clima y su variabilidad.
El RRS James Cook es un buque diseñado específicamente para la exploración oceánica. A diferencia de los barcos convencionales, su estructura está centrada en un avanzado sistema de cabrestantes y cables de hasta 15.000 metros de largo, fundamentales para desplegar y recuperar equipos científicos desde profundidades de hasta 6,000 metros. Para garantizar estabilidad en aguas turbulentas, el James Cook cuenta con un sistema de posicionamiento dinámico, que permite mantener el barco con una desviación de menos de un metro en el lecho marino, incluso en mares agitados y con fuertes vientos. Esto es crucial para realizar mediciones precisas sin que los equipos sean arrastrados por el movimiento del agua.
El nombre del buque rinde homenaje al Capitán James Cook, el célebre explorador inglés del siglo XVIII que cartografió extensas regiones del Pacífico, incluyendo el primer mapa completo de Nueva Zelanda. A bordo, copias de sus mapas originales recuerdan su legado en la exploración marítima.
Capas y ecos.
Para entender la “lasaña” del océano, primero hay que saber que el mar uruguayo se encuentra en una zona clave del Atlántico suroccidental, donde convergen las corrientes cálidas provenientes de Brasil y las frías que llegan desde las Islas Malvinas.
“La gente suele pensar que el océano es homogéneo, especialmente en las aguas de Uruguay, pero esta es una región muy interesante porque aquí confluyen múltiples masas de agua y, como una lasaña, está compuesto por muchas capas”, explica Katy mientras recorre el laboratorio principal del RRS James Cook. Desde esa sala, llena de monitores, equipos e instrumentos, se analizan indicadores como temperatura, salinidad, carbono, nutrientes y clorofila, entre otros, recopilados durante la expedición. Los datos obtenidos serán luego compartidos con el gobierno uruguayo.
“El objetivo central de la expedición fue realizar estudios de oceanografía física, es decir, registrar la temperatura y la salinidad y comprender cómo se mueven las corrientes desde el talud continental hasta unos 150 kilómetros mar adentro, a lo largo de la pendiente y hasta profundidades de aproximadamente 3.500 metros”, detalla.
Para ello, se emplean ecosondas, un equipo especial de reflexión y refracción sísmica, que utiliza ondas sonoras para mapear las distintas capas de agua a medida que el barco avanza. “Funciona como un murciélago, que emite un sonido y escucha el eco para orientarse”, ilustra la científica.
El tiempo que tarda el sonido en regresar al barco permite determinar el espesor de las capas del fondo marino, su inclinación y su composición. Al remolcar múltiples ecosondas, los técnicos pueden generar imágenes tridimensionales de las profundidades oceánicas. En particular, el equipo del James Cook obtiene mediciones cada 10 metros, logrando una imagen detallada de la columna de agua.
“Uruguay es un sitio fascinante para aplicar esta técnica”, señala la científica. Y agrega en diálogo con Domingo: “Esta zona es muy importante para la productividad pesquera y es extremadamente rica en términos biológicos”.
Los datos de reflexión y refracción sísmica son fundamentales para reconstruir cambios históricos en el nivel del mar y también para la predicción de terremotos submarinos. Pero además, pueden aportar a investigaciones sobre el cambio climático. “Uruguay podría ser un lugar clave en ese sentido. Esta zona de confluencia es fundamental para entender el clima, su variabilidad y la relación entre las corrientes marinas, la biología y la productividad marina”, añade Katy.
Hasta mayo.
La expedición sigue en marcha. Desde Montevideo, el James Cook zarpó rumbo a Río de Janeiro, donde un nuevo grupo de científicos se sumó a la siguiente fase del viaje. Guy Dale-Smith, director de las operaciones científicas, no bajará su valija del barco hasta el final de la misión en Southampton, a finales de mayo. Mientras tanto, él y la tripulación se adentrarán en el corazón del Atlántico, pasarán cuatro semanas recolectando datos en uno de los sitios de estudio más remotos de la expedición y luego continuarán hacia la Bahía de Walbis, en Namibia, para otro recambio de científicos. Después, pondrán rumbo a la costa del Congo y a las islas de Cabo Verde antes de regresar a su puerto de origen.
Ocho meses en alta mar no son una excepción para el James Cook, sino la norma en su incansable labor de exploración oceánica. “Nuestros científicos están repartidos por todo el mundo y suelen trabajar entre seis y ocho semanas a bordo, seguidas de seis a ocho semanas en casa, para luego volver a embarcarse. Al finalizar una misión, regresan al mar cada dos o tres años, en promedio. Así es la vida de un científico marino”, comenta el británico.