Mucho antes de convertirse en tendencia, industria o contenido de redes sociales, el tatuaje fue rito. Las evidencias más antiguas conocidas se remontan a más de cinco mil años. Por ejemplo, Ötzi, el llamado “hombre de los hielos”, hallado en los Alpes italianos en 1991, llevaba más de 60 marcas tatuadas en su cuerpo. Investigaciones posteriores sugieren que los trazos no eran decorativos, sino que cumplían una función terapéutica, asociada al alivio del dolor.
En distintas culturas de Asia, África y América precolombina, el tatuaje fue signo de pertenencia, protección espiritual o status. La piel funcionaba como archivo simbólico. Con la expansión colonial europea, esa práctica fue progresivamente estigmatizada. En Occidente, durante siglos, el tatuaje quedó relegado a los márgenes: marineros, presidiarios, feriantes, cuerpos leídos como desviados del orden social. Recién a fines del siglo XX comenzó un proceso de resignificación que lo llevó del tabú a la vitrina. El tatuaje ingresó al arte, al diseño, a la cultura pop y —sobre todo— al mercado.
Hoy, cuando la mayoría de las personas tatuadas ya no necesita justificar su elección, el tatuaje vuelve a transformarse. Cambian los estilos, las tecnologías, los discursos y también el vínculo con el tiempo. Entre la conciencia estética, la aceleración del consumo y la posibilidad técnica de borrar, emerge lo que muchos llaman la “economía del arrepentimiento”. Y es en ese territorio ambiguo que trabajan, piensan y crean tatuadores uruguayos de distintas generaciones.
Caminos hacia la aguja
Para Mery Bogosian (32), el tatuaje aparece como una extensión natural del dibujo. “Me fascinó lo que se podía lograr en la piel, algo que, hasta aquel momento, yo solo hacía en papel”, recuerda sobre su primer tatuaje a los 16 años. Nacida en Armenia, vino a Uruguay a los 10 años, acá se formó en Bellas Artes y su recorrido combina aprendizaje informal, formación en bioseguridad y una práctica mayormente autodidacta que la llevó a abrir su propio estudio en Montevideo.
Su forma de trabajar insiste en una idea: tatuar no es ejecutar, es diseñar en diálogo. Cada pieza nace de una conversación entre cliente y tatuador, de referencias compartidas, y de decisiones conscientes sobre el cuerpo. “No es solo ‘quiero esto y chau’. El diseño se construye con el cliente, y ese momento es el más especial”, comenta a Domingo.
Federico Umbre (37), en cambio, llegó al oficio desde la lógica del “hazlo tú mismo”. Aprendió a fuerza de error en una época donde la información era escasa. “Compré mi primera máquina en 2006, no estaba en condiciones óptimas y tampoco tenía orientación. El trabajo artesanal de comprar las agujas sueltas, soldarlas y esterilizarlas aún seguía existiendo. El primer intento fue a mí mismo, y de ahí en más el camino se fue haciendo solo”, recuerda. En ese contexto, el tatuaje encajaba con una ética contracultural que lo marcó profundamente: no se trataba de hacerlo bien o mal, sino de intentarlo con las herramientas que tenía.
Hoy su trabajo está atravesado por una sólida formación artística —Escuela Figari, Bellas Artes, talleres de pintura como el de Clever Lara—, y por una idea central. “Soy partidario de que uno siempre está tratando con una persona (con su historia y sus inquietudes); para mí es fundamental que el tatuador sea responsable a la hora de intercambiar ideas con el cliente y poder ser permeable a lo que cada persona busca, escuchar y comprender lo que quiere para orientarlo mejor. Creo que cuando se produce esa sinergia entre tatuador-cliente es cuando se da un enfoque interesante en la experiencia estética”, asegura.
Umbre trabaja principalmente en black and grey, una técnica basada en la escala de grises y en piezas de gran formato. Aunque su nombre comenzó a circular cuando se dedicaba al realismo, con el tiempo su búsqueda estética se fue desplazando hacia un lenguaje más concentrado. Dentro de ese universo, reconoce múltiples influencias —del horror al cine expresionista alemán—, aunque su mirada personal dialoga tanto con el realismo como con la gráfica de diseñadores como David Carson.
A su vez, Alejandro Rey Mori (47) representa otra temporalidad dentro del universo del tatuaje uruguayo. Empezó a tatuar a principios de los años 90, cuando la práctica todavía cargaba con un fuerte estigma social y los insumos eran escasos, difíciles de conseguir y, muchas veces, improvisados. En ese contexto, se armó su primera máquina de forma casera y aprendió de la observación, tatuándose incluso a sí mismo para probar pigmentos y técnicas. La formación era informal, fragmentaria, transmitida entre pares, y el oficio se construía más por intuición que por manuales. “En ese momento era todo más tabú, y creo que eso fue lo que más me atrajo”, cuenta a Domingo.
En su relato aparece con fuerza una dimensión hoy menos visible: el tatuaje como código simbólico, ligado a la música, a las escenas culturales y a las identidades de tribu. “Me interesaba el vínculo entre tatuaje y música, era un lenguaje”, recuerda. Desde esa perspectiva, Rey Mori observa con distancia crítica el presente del rubro, para él, el cambio más profundo de las últimas décadas no es solo técnico —máquinas, insumos, descartables—, sino cultural. A medida que el tatuaje ganó aceptación social y masividad, sostiene, fue perdiendo parte del misticismo y del carácter enigmático que lo había vuelto atractivo en sus inicios.
Tendencias y nuevas tecnologías
La expansión del tatuaje en Uruguay no puede pensarse sin el impacto de la tecnología. Máquinas inalámbricas, sistemas de cartucho, agujas específicas, tintas veganas e hipoalergénicas, iluminación profesional y herramientas digitales de diseño transformaron radicalmente el oficio. Lo que antes requería conocimientos técnicos complejos hoy está más al alcance, con consecuencias ambivalentes.
Para Bogosian, “la demanda es mucho mayor y el tatuaje ya no está mal visto”. En su práctica, especializada en líneas finas, observa un público diverso en edad y género, con una búsqueda cada vez más visible: “Ya no los quieren esconder. Antes pedían lugares que se pudieran tapar; hoy no”. Aun así, aclara que la durabilidad no depende solo del insumo: “Depende de cómo tatúa el artista y de cómo cuida el tatuaje el cliente”.
Umbre, por su parte, advierte que la sobreabundancia de información y la lógica del algoritmo generan una ilusión de accesibilidad con imágenes hipereditadas, resultados irreales y una homogeneización estética. Para él, las redes sociales transformaron radicalmente el rubro: “Si no trabajás en Instagram, prácticamente no existís. El problema es la sobreedición: la imagen queda tan alterada que no refleja lo real”.
Rey Mori observa el fenómeno desde la especialización. Si antes los tatuadores hacían “un poco de todo”, hoy los mejores se concentran en un solo estilo y lo desarrollan durante años. La tendencia convive con una demanda masiva que replica imágenes vistas en figuras públicas o influencers. “Tuvo una época de explosión, cuando se empezaron a tatuar figuras mediáticas como Tinelli o los jugadores de fútbol. También hubo un programa, Miami Ink, que hizo crecer mucho el tatuaje. Pasa mucho que se quieren tatuar lo que ven. Te diría que hacemos tres leones por semana en el estudio. Se pierde un poco la originalidad al momento de tatuarse y no siempre te dejan crear”, anota.
Sin embargo, junto a esa repetición, crece también un público que busca al artista por su lenguaje visual y le cede el diseño. Allí, el tatuaje vuelve a ser experiencia compartida y no simple consumo.
Entre la permanencia y el cambio
¿Qué implica llevar algo “para siempre” en una época que celebra lo efímero? La llamada “economía del arrepentimiento” aparece como uno de los grandes temas del presente. La posibilidad técnica de borrar —o atenuar— un tatuaje introdujo una variable inédita en una práctica históricamente irreversible. Umbre lo vincula directamente con las leyes del consumo contemporáneo: la falta de tiempo para procesar decisiones, la sensación de que todo tiene solución inmediata. “Vivimos acelerados y las soluciones vienen dadas de antemano. Eso puede generar una sensación inconsciente de que equivocarse no es tan grave”, dice. Aun así, sostiene que el ritual permanece intacto: “Nunca vi a nadie arrepentirse del hecho de tatuarse, sino de lo que se tatuó”.
Bogosian lo ve desde lo cotidiano: antes de remover, la mayoría intenta resignificar. Cover ups, retoques, reinterpretaciones. No siempre es posible, especialmente en estilos como el fine line, pero cuando sucede, el impacto emocional es profundo.
Rey Mori coincide: “La gente se arrepiente más de tatuajes chicos o impulsivos. Las piezas grandes suelen hacerse con más convicción”. Y advierte sobre una idea extendida: “No es verdad que te lo sacás con láser y la piel vuelve a ser la misma. Eso no pasa”.
Desde el punto de vista dermatológico, el tatuaje no es un gesto neutro para la piel. Tal como explica el equipo de Málaga Dermatología en charla con Domingo, la aguja deposita la tinta en la dermis y desencadena una respuesta inflamatoria: el organismo reconoce el pigmento como un cuerpo extraño y activa células defensivas que intentan eliminarlo, sin lograrlo del todo. Esa es, precisamente, la razón por la que el tatuaje persiste en el tiempo. Pero también explica por qué, cuando se busca borrarlo, el proceso no es sencillo. “Existe la idea de que borrar un tatuaje es fácil, pero la remoción con láser es un proceso largo, costoso y no siempre logra eliminarlo por completo”, advierten.
Domingo consultó dos clínicas especializadas en remoción de tatuajes y cada sesión de remoción cuesta aproximadamente 100 usd. La cantidad de sesiones necesarias dependerá del tamaño del tatuaje y de la zona del cuerpo en que se encuentra.
En los últimos años, señalan las dermatólogas de Málaga, aumentaron de forma clara las consultas vinculadas al arrepentimiento, muchas veces asociado a decisiones tomadas a edades tempranas, cambios de estilo de vida o exigencias laborales (ver abajo). A eso se suma que no todas las tintas reaccionan igual al láser: los pigmentos de color —en especial el rojo— no solo se asocian con más reacciones alérgicas tardías, sino que además suelen ser más difíciles de remover. “Por eso insistimos en que tatuarse no debería ser una decisión impulsiva”, remarcan, y subrayan que, incluso cuando la tecnología ofrece la posibilidad de borrar, la piel no vuelve nunca a su estado original.
A pesar de todo ese escenario cambiante, ninguno de los tatuadores entrevistados imagina un futuro sin tatuajes. Puede haber menos misticismo, más mercado, más corrección y más consciencia, pero el gesto persiste. Tatuarse sigue siendo, en palabras de Umbre al parafrasear el autor Nadal Suau, “un intento ineficaz pero noble de darle un sentido a la finitud”.
Las marcas corporales en clave laboral
Durante años los tatuajes funcionaron en el mercado laboral como una marca de advertencia. Un signo leído antes que el currículum, capaz de cerrar puertas antes de que el candidato pudiera explicar quién era o qué sabía hacer. Desde hace un tiempo esa lógica empezó a quebrajarse, pero no desapareció del todo.
Silvia Ligüera, consultora en Recursos Humanos y CEO de NexoLink RRHH, trabaja desde hace más de 15 años en procesos de selección y outplacement (servicio de acompañamiento profesional luego de un despido, reestructura o retiro voluntario) para empresas de Uruguay y del exterior. Su recorrido le permite observar el cambio con perspectiva histórica y afirma que, hace una década o más, los tatuajes visibles eran, en muchos casos, directamente excluyentes, sobre todo en roles de atención al público o en sectores tradicionales. Hoy, dice, el eje del análisis se desplazó hacia las competencias, la experiencia y la adecuación al puesto. Pero eso no implica que el tema haya dejado de importar.
“La influencia es mucho menor que antes”, explica, y aclara que en determinados contextos sigue operando de forma indirecta. Ya no se trata de un filtro automático, sino de una variable secundaria dentro de un análisis más amplio del perfil. El problema es que esa “variable secundaria” rara vez se explicita. Si antes las fichas de empleo preguntaban abiertamente si una persona tenía tatuajes, hoy la evaluación suele quedar en el terreno de la primera impresión, especialmente en entrevistas iniciales. El prejuicio no se formula, pero puede pesar.
Las diferencias, explica Ligüera, aparecen con claridad cuando se cruzan rubro, tipo de puesto y cultura organizacional. No se evalúa del mismo modo un rol técnico interno que uno de representación institucional, ni una empresa tecnológica que una organización de perfil más conservador. Según la consultora, las multinacionales y los sectores vinculados a economías creativas, marketing o IT suelen mostrar mayor flexibilidad estética, mientras que los ámbitos tradicionales mantienen criterios más rígidos, aunque no siempre escritos.
Ese escenario ambiguo también ayuda a explicar el crecimiento de la industria de la remoción de tatuajes. “Creo que está más vinculado a expectativas profesionales y miedos persistentes al rechazo que a exigencias formales. No responde tanto a reglas explícitas del mercado, sino a percepciones y experiencias previas de exclusión”, considera quien en su práctica profesional, asesorar a candidatos que dudan entre mantener, tapar o remover tatuajes. “Es una consulta frecuente. En general recomiendo evitar tatuajes en el rostro u otras zonas difíciles de cubrir, entendiendo que aún pueden limitar el acceso a determinados trabajos”, sostiene.
En este punto, el rol de las áreas de Recursos Humanos resulta clave. Según Ligüera, hoy se trata de un campo mucho más profesionalizado que hace 15 años. Antes, los procesos de selección estaban atravesados por criterios subjetivos y la función de RRHH tenía menor peso en la toma de decisiones. Actualmente, el reclutador debería operar como un filtro crítico frente a prejuicios estéticos, priorizando criterios objetivos como competencias, experiencia y encaje con el puesto. Sin embargo, la realidad no es homogénea, las decisiones también están condicionadas por lineamientos culturales definidos por las direcciones de las empresas, que no siempre son negociables.
“Todo indica que los tatuajes seguirán naturalizándose, pero probablemente continúen funcionando como una frontera simbólica en algunos ámbitos específicos, especialmente los de mayor formalidad o exposición institucional”, afirma. Y es en ese espacio gris —donde el cuerpo todavía comunica antes que la palabra— que se juega una parte silenciosa pero decisiva del acceso al trabajo.
Aunque se trate de un país pequeño, Uruguay mantiene una presencia activa y sostenida en el circuito internacional del tatuaje, especialmente en el ámbito de las convenciones y concursos. Según explica Federico Umbre, que ha sido jurado en estos eventos, los tatuadores uruguayos participan con regularidad en instancias competitivas de Sudamérica, pero también en Estados Unidos y Europa. “El nivel en Uruguay es muy bueno”, afirma, y destaca que hay artistas locales reconocidos fuera del país por la calidad técnica y la solidez de sus estilos. Uno de los nombres más emblemáticos es el de Víctor Portugal, nacido en Paysandú y radicado en Polonia, considerado hoy uno de los principales referentes del black and grey. Su trayectoria es, para Umbre, una muestra clara de que desde Uruguay es posible proyectarse hacia la escena global.
A nivel local, el país cuenta con convenciones nacionales e internacionales de distintos niveles, desde encuentros de alcance medio hasta eventos de alta exigencia técnica. En el plano internacional, esas diferencias también son marcadas, no todas las convenciones tienen el mismo peso ni los mismos criterios de evaluación. Una de las más prestigiosas es God of Ink, que se realiza en Alemania, y reúne a algunos de los tatuadores más reconocidos del mundo. En estos espacios, el tatuaje se evalúa con reglas precisas. Cada estilo cuenta con categorías específicas y reglamentos estrictos. Se juzgan aspectos como la composición, la ubicación en el cuerpo, la relación con la anatomía, la aplicación técnica, el tamaño adecuado y la perdurabilidad del trabajo. “Hay un canon que siempre se tiene en cuenta”, explica Umbre, con la excepción del llamado “estilo libre”, que justamente premia la experimentación.