CABEZA DE TURCO

Opinión |Una noche con Jaime y Andreotti

En un momento entramos en un callejón, había gente rara. Por Washington Abdala.

Washington Abdala.
Washington Abdala.

Todo arrancó una noche en Jordania. Esa noche conocí a Giulio Andreotti. Como estaba de buen talante y la cena se demoraba “Il Divo” me dispensaba unos minutos. Uno sabe que partidos así se juegan con un toque de balón tirando al arco de una. Esos personajes no andan por la vida regalando tiempo. Como conocía su historia, rapidito le pregunté algo sobre la democracia cristiana italiana y le inquirí sobre cómo estaban los vínculos con el Vaticano. Imperturbable, con la sinceridad que se tiene con un forastero me dijo lentamente: “Trabajo todos los días en eso” y me miró risueño. Yo hice lo propio y me quedé quieto. En eso vino Jaime Trobo -que estaba a metros- y no recuerdo cómo pero estuvimos toda la noche con Don Giulio. No fue mérito mío.

En esa época, Jaime y yo le metíamos duro a la diplomacia parlamentaria. Nunca improvisamos, siempre tocando en equipo. Siempre asumimos el reto como un asunto que ayuda al país por canales laterales al poder de los Ejecutivos. Y lo desarrollamos con pasión. A la gente curiosa le gusta el desafío de otras mentes. Ese era nuestro motor.

La cosa es que nos quedamos en la mesa de Giulio Andreotti y como sabíamos bastante sobre su existencia, creo, disfrutó el tiempo con nosotros. Seamos francos, los que amamos “la política” en toda su dimensión, sabemos cuándo se está con una primera línea: son pocos en el planeta, y por eso semejantes ocasiones se valoran en extremo y si se puede, se aprende. La charla pasó por el futuro de Europa (la tenía clara), la OTAN en su mirada, los socios a futuro y la comida italiana. Es verdad, ya estaba de vuelta ese viejo lobo de mar. Ser “uruguayos” es siempre una carta de presentación. Jaime, además, era un ser humano con una convicción y ganas de vivir que desbordaban su alma. Locuaz, pícaro y frontal. La verdad es que hablaba un español italianizado que yo disfrutaba mucho, y por supuesto Andreotti entendía todo. Al final de ese encuentro, quedé agotado y Jaime seguía hablando con todo el planeta. Venían los de tal país y estiraba. Luego otros, y otros. Le empecé a decir en voz baja y al oído: vámonos ya, que no vamos a volver porque no sé dónde estamos. Él siguió en su redil. Una reunión de más de mil personas se levantaba y todos huían. ¡La gente huía! Entré en pánico. La cuestión es que sucedió lo que imaginé: no quedó nadie, no había cómo irnos de allí, y solo restaba caminar -a las once de la noche por Amán- con miedo, así que lo tomamos con templanza. Empezamos a marchar y curioseábamos los edificios por dentro. Fueron tres horas de caminata. La noche era veraniega, las casas tenían todas televisiones, vimos fotos del rey Abdallah por todos lados (lo habíamos saludado en la mañana) y reconocimos un tapiz árabe de Maradona: pequeños detalles que hacían del momento algo menos tenso y pigmentado con música árabe por todos lados. La charla iba de la mano de nuestra dialéctica criolla. Mirado hoy me hace gracia cómo nos enloquecían algunos temas.

En un momento, aparecimos sin querer en un callejón, había gente rara -según nosotros- y Jaime empezó a gritarme barbaridades. Me asustó, gritaba a lo loco y movía los brazos en alto para llamar la atención. Logró con sus gritos asustar también a esos individuos que no entendían el idioma y les sonaba chocante la violencia retórica. Los individuos se replegaron. Si algo nos iban a hacer se deben haber arrepentido. En esa época los dos estábamos con varios kilos de más, nunca fuimos, además, muy agraciados, y ya de jóvenes protagonizamos un soberbio papelón en la Junta Departamental montevideana del que nos arrepentimos toda la vida. Mejor dicho, nos reímos toda la vida.

Me salió recordar a este querido amigo, a Jaime Tobo en aquella noche especial que conocimos a Giulio Andreotti, porque la vida nos regala momentos y personas que el día que parten, los extrañamos un montón, pero ya es tarde para decirles todo lo que los quisimos. Por suerte, ahora, de grande, a los que quiero se lo digo rapidito nomás y sin mucha vuelta. Ya no tengo esa vergüenza de tiempos mozos.

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