CABEZA DE TURCO
"Es la era de cero privacidad". Por Washington Abdala.
No hay manera de no saber la verdad. Es una “aldea” decía Julio Herrera y Reissig y muchos repiten y ni saben que fue él quien así nos llamaba. Y, además, la “verdad” es siempre aproximada, tiramos al bochín -lo mejor que se puede- pero al final todos sabemos quién es quién, cómo está ese día fulano, si se peleó con su pareja, si el hijo tiene trabajo, si está dejando el cigarrillo, en fin, sabemos todo de todos. Es que en los países pequeños todos nos conocemos (dijo algo parecido la primer ministra de Nueva Zelanda).
En el barrio, el que sea, desde el más humilde al más bonito, no hay manera de no advertir los movimientos de los vecinos. Ni siquiera se trata de un tema de curiosidad, somos así y miramos lo que sucede a nuestro alrededor. No somos suecos. Si alguno le grita de más a un hijo, si alguien viene enojado, si él sale gruñendo y pega un portazo, si el que tiene auto maneja con bronca haciendo rugir al motor con cara de Rolando Rivas, si el que no tiene auto deambula deprimido por su cuadra paseando al perro en doble horario, si los chiquilines son felices (los pibes reflejan todo en sus rostros) o si se les nota la depresión, todo se sabe, todo. Y ni que hablar de los estilos de vida, se advierten sin quererlo-queriéndolo porque todo sale a luz.
Somos también los gestos que tenemos con los demás, la forma de vincularnos con el otro, el sentido de pertenencia y referencia (algún día le tributaré un homenaje a Robert Merton, sociólogo estadounidense) y somos lo que somos aunque no nos damos cuenta que somos “eso” porque el inconsciente desnuda hasta el detalle más sutil.
Está lleno de seres aspiracionales intensos. O sea: la movilidad social ascendente no es solo un tema de superación en el marco de la supuesta lucha de clases (discutible el punto de vista marxista, lo sé), pero es lógico que los padres luchemos por darle algo más a nuestros hijos de lo que alcanzamos nosotros. Y en eso de lo aspiracional, no pocas veces la “sobreprotección” -en tiempos violentos- produce hijos acachorrados en donde volvemos al viejo concepto de la familia italiana donde todos están sobreprotegidos. (¿O no?).
Paradoja del presente: se busca la independencia juvenil pero la familia grande (en su nuevo formato) vuelve a ser convocante por afectos y por “necesidad” económica de sus miembros.
En el mundo, la tendencia de quien cumple 18 años a emigrar para pelear su vida académica o laboral no es un imperativo categórico. Entre las crisis económicas, la pandemia y la mutación de valores hay fenómenos nuevos que se dan en torno al formato familiar.
Por eso lo del principio, los barrios no son lo que eran, pero siguen siendo barrios al fin y al cabo (espacios de socialización). En los edificios de apartamentos todos conocen si el vecino de tal piso se divorció o si el del primer piso bebe demasiado alcohol. Y eso no es buchoneo, es como somos los humanos. Ni que hablar si en las asambleas de copropiedad hay un zapallo que la pudre. Todo se sabe en la sociedad orwelliana donde las cámaras están por todas partes. Es la era de cero privacidad.
Claro, todo se sabe, pero se saben partes del todo (¡ojo!), la reconstrucción de la “escena del hecho” -como decimos los que venimos del palo del derecho- sabemos que no es fácil. Menos aun en episodios que no revisten entidad jurídica y sí social. Porque además usamos nuestros valores para juzgar la realidad: un pibe liberal para muchos es eso nada más, para otros es un díscolo que genera disrupción en su entorno tocando música y bebiendo demasiada cerveza.
El hecho es el mismo pero el ojo escrutador parte de cosmogonías diversas.
Y así habrá que seguir viviendo, tratando de entendernos lo mejor posible, generando una zona del máximo consenso social aunque siempre, al final, alguna verdad emerge y aclara los tantos. Siempre será así.