Opinión | Lo pusimos todo

"Ahora no tenemos vergüenza de amar a los hijos hasta el infinito y disfrutar de eso sin ningún tipo de complejos".

Washington Abdala
Foto: Archivo

Alguna vez escribí algo de esto, pero hoy lo hago con más experiencia. Los padres del presente somos bien distintos a los del pasado, pero muy distintos en serio. No somos ni peores, ni mejores, solo somos distintos. Básicamente, los padres del presente ligamos mal, somos hijos de un tiempo que nos dejaba al albur del destino (cuando éramos hijos porque no existía la idea de dedicación obsesiva hacia nosotros) y ahora -en cuanto padres- actuamos en base a lo que sentimos es un deber: una actitud protectora que no tiene límites. No reprochamos nada a nuestros padres -sería una miseria imperdonable-, pero la película actual es muy distinta a la de ayer. Sin embargo, a nuestros hijos, les inculcamos un enganche de amor sin cortes y que se regodea en eso. ¿Se entiende que cambió el eje en este asunto y que ahora se vive con más atención hacia los hijos que no parecen terminar de crecer jamás y que en el pasado hasta el hecho de salir del pantaloncito corto al pantalón largo implicaba “arréglate, mijito” que hasta acá llegamos? ¿Es una percepción mía o ustedes también la tienen?

Me dice un amigo hace unos días: “¿Cuándo terminamos esto de estar arriba de los hijos, che?” Sin dudarlo, le dije “nunca”. Es que nunca en las mentes de los padres de hoy se termina el juego, el mundo está demasiado loco como para liberar amarras y quedarse tranquilo. Capaz que antes era así, pero uno tiene la sensación de que había más cortes concretos porque todo era distinto.

Capaz es una visión muy “familiera” la mía. Capaz soy un típico producto de clase media que cuida el espacio de movilidad social de forma casi reverencial. Pero creo que tiene más que ver con un asunto vinculado al amor. Ahora no tenemos vergüenza de amar a los hijos hasta el infinito y disfrutar de eso sin ningún tipo de complejos.

La generación de mi abuelo era de sentir, pero no de expresar lo que sentía; la de mis padres sentía, pero no iba al límite de sus emociones porque había una contención cultural allí; la mía verbaliza lo que siente, no le teme al ridículo y llega hasta el extremismo afectivo con los hijos. No tengo la menor idea como serán los pibes en su futuro, y me importa un rábano, porque soy de creer que siempre el futuro es mejor que el presente, aunque por quejoso, me gusta chillar y ponerme romántico con mi época. Lo hago para molestar nomás.

Y si alguna vez nos preguntamos si estamos haciendo las cosas bien porque sentimos que nos pasamos de rosca con tanto cuidado, tanto abrazo y tanto cariño, la respuesta está en algo que no se mide: está en la mirada de nuestros hijos cuando nos buscan, cuando nos necesitan, cuando se sienten seguros de que estamos ahí, presentes, firmes, incondicionales. Allí se juega el partido.

Quizás no criamos hijos súper fuertes como ayer, pero seguro que son más amados y libres, y eso -aunque no lo diga ningún manual- ya es una revolución, porque amar sin límites, sin recetas, es una forma de resistir a un mundo cada vez más frío, más rápido e impersonal donde las imágenes, el ojo del otro y los memes lo son todo.

Nadie sabe bien como serán nuestros hijos con sus hijos, eso no nos toca decidirlo, pero si algún día alguien les pregunta cómo se sintieron por dentro, si contestan la verdad, es seguro que los padres de hoy podemos dormir con la conciencia tranquila. Le pusimos todo.

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

columna Cabeza de Turco

Te puede interesar