La historia, si sirve de algo, no es para repetir fracasos con otra estética, sino para esquivarlos si aún queda tiempo y voluntad.
EE. UU. nunca imaginó que su talón de Aquiles flotaba a pocas millas: una isla pobre y ardiente que, en nombre de la libertad, derrocó una dictadura para instaurar otra, la más longeva del continente. Un experimento exitoso… si la meta era arruinar vidas, fusilar disidentes y tomar a un pueblo de rehén del relato.
La genialidad —hay que admitirlo— de los autócratas cubanos fue venderle el alma al enemigo de su enemigo con una eficiencia diplomática digna de aplauso en la ONU. El precio, claro, lo pagó el pueblo: hambre, control, apagones, y una realidad que no se puede ni parodiar. Mientras tanto, el mundo observa. O mejor dicho, bosteza.
Hoy, Díaz-Canel encabeza el club geriátrico del castrismo, rodeado de un puñado de acólitos rancios (y algunos jóvenes con ambiciones recicladas) que se aferran al poder mediante violencia, miedo y negación sistemática de todo derecho humano imaginable. ¿Todavía hay quien justifica esto? Que nadie se atreva a disfrazar semejante obscenidad. Basta de justificar lo injustificable con citas de Galeano y nostalgias revolucionarias. No gasto un renglón más en apuntar contra cínicos lacayos.
¿Por qué no se ha podido ayudar a Cuba a transitar hacia la democracia? Buena pregunta. Una deuda impaga que los Estados Unidos arrastran con el continente. Nadie pide una reedición de Panamá -por favor-, pero está claro que cuando Washington se equivoca en política exterior, lo hace a lo grande, con escenografía y todo. Ahí están las fotos de Barack Obama con Raúl Castro: puro gesto vacío, con saldo negativo para los de siempre. Spoiler: perdió el pueblo cubano. Otra vez.
¿La lección? Supongo que sí. Desde Kennedy, los dictadores caribeños hacen y deshacen con impunidad. Fidel, además, se volvió figura mítica para cierta izquierda (ignorante) que aún cree que la revolución es una serie de Netflix con buena banda sonora. Para nosotros, los liberales, es simple: fue el dictador perfecto. Manual de autocracia. El resultado: pobreza endémica, represión, muerte y una población escapando como puede -sin cruceros de lujo- rumbo a Florida. Jaque mate. No hay debate. Ni medio café con el marxista más brillante. Váyase con su boina y pida disculpas. Cuba ya no es ejemplo de nada; se llenaban la boca con los logros de la revolución. ¡Los mataron a versos!
¿Por qué volver sobre Fidel —ese que veía en privado los videos de fusilamientos con la impasibilidad de un burócrata de la muerte—? Porque su figura sintetiza el fracaso geopolítico de Estados Unidos en el Caribe. Y si hay algo que probablemente no volverán a permitir, es repetir ese error a tan alto costo reputacional. Parecería que con una cabeza en el Departamento de Estado —hijo de cubanos— algo nos dice que la lección está aprendida.
¿Y Maduro? Ah, el alumno aventajado y con bigotitos. No hay tiempo acá para contar la infinita red de conexiones: médicos cubanos en la cabecera de Chávez, espías cubanos como columna vertebral del aparato de inteligencia venezolano, asesores de La Habana metidos hasta el tuétano del poder en Caracas. No es influencia: es colonización. Con método, paciencia y crueldad.
Y así, del Mar Caribe a los salones de Miraflores, la sombra de Fidel sigue viva. Como un mal chiste que nadie se anima a terminar. Quien lo hubiera imaginado.