Opinión | La mejor comida del Chuy

"Durante años, Silvino fue el embajador no oficial de la 'gastronomía de frontera', como él mismo la bautizó. Su carrito fue declarado 'Patrimonio Cultural de Interés Dudoso' por un amigo con humor"

Washington Abdala

En el Chuy, esa zona borrosa entre Uruguay y Brasil donde uno no sabe si está en un free shop o en una película de los hermanos Coen, vivía Don Silvino Barreto, un hombre de bigote insurrecto y verdades discutibles. Su especialidad no era la gastronomía, ni la historia, ni el buen gusto, era simple y llanamente: la desfachatez.

A los 28 años, tras haber sido despedido de su quinto empleo como vendedor de DVDs piratas (“me echaron por poner ‘Titanic 2: el regreso’ en la vidriera”), Silvino decidió que era momento de “emprender”. ¿Y qué mejor que la cocina, esa alquimia donde nadie pregunta mucho mientras esté rico y donde todos dicen conocer algo del asunto?

Montó un carrito entre una perfumería con olor a contrabando y una gomería atendida por un ser trilingüe. Lo llamó “Sabores del Chuy” y puso un cartel en Comic Sans que decía: “Auténtica Comida Tradicional Fronteriza”. Spoiler: no había nada auténtico ni tradicional.

Su plato estrella era la “Feijochori de la Banda Oriental”, un estofado espeso de feijoada brasileña con chorizo colorado, ticholos disueltos como base (porque “hay que innovar en lo dulzón”) y un topping de papas fritas (sí, las congeladas de allá) con orégano. Según él, era un plato ancestral “de los contrabandistas luso-guaraníes del siglo XVIII que se camuflaban disfrazados de chefs”.

La gente no solo le creyó: lo adoró. Turistas argentinos se peleaban por sacarse selfies con la “torta de pascualina afroamazónica”, rellena de goiabada y huevo frito. Un influencer paulista se tatuó la receta de los “ticholitos a la plancha”, una aberración culinaria donde los ticholos se freían en grasa vacuna y se servían con salsa chimichurri. Lo invitaron a un programa de cocina donde juró, sin inmutarse, que “el dulce de leche fue inventado en la Barra del Chuy como remedio contra la tristeza existencial”. Nadie podía verificar nada. ¿Y quién se atrevía a desmentir a ese hombre con poncho floreado, acento indescifrable y una seguridad tan sólida como una horma de queso Colonia?

Durante años, Silvino fue el embajador no oficial de la “gastronomía de frontera”, como él mismo la bautizó. Su carrito fue declarado “Patrimonio Cultural de Interés Dudoso” por un amigo con humor. Apareció una vez en la guía Michelin de casualidad. Al parecer, un inspector francés comió una “empanada de mandioca y chorizo con frosting de dulce de leche” y sobrevivió. Por supuesto lo echaron al francés de la Guía y nunca más salió nada publicado.

Pero todo cambió el día que una chef uruguaya, formada en París (cómo joden con París) intentó desenmascararlo en vivo por la TV local. “¡Nada de esto es típico!”, gritó, al borde del colapso hepático. Silvino solo sonrió, se limpió el bigote con teatralidad, y respondió: “Querida, la tradición no es lo que fue, sino lo que la gente cree que fue... y les gusta repetir. Así que, técnicamente, ya es tradición”.

El público aplaudió de pie. La alcaldesa le tiraba besos. La chef se retiró a enseñar cocina en Finlandia. Y Silvino, lejos de apagarse, abrió su primer restaurante binacional: la mitad del comedor en Uruguay, la otra en Brasil. Según él, si cruzás de mesa, cambia el sabor “por razones de geografía gustativa”.

Hoy, Don Silvino es una leyenda viviente, símbolo del Chuy profundo, de la mentira sabrosa y de cómo, con un poco de caradurez y varios kilos de ticholos, se puede reinventar la historia -y el estómago- de un pueblo.

Porque, al final, como dice su nuevo eslogan pintado con témpera: “La frontera es un invento. Mi comida también”.

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