Está claro: para los “buenistas” que se creen propietarios del bien, los liberales somos poca cosa. Nos miran con desprecio moral, como si fuéramos burgueses egoístas, aristócratas decadentes o simples miserables que se niegan a aceptar el edén estatal que ellos prometen. Lo curioso es que, en pleno siglo XXI, siguen alimentando ese odio ideológico como si estuviéramos en 1917.
Primero, porque el panorama ya no da para épicas de barricada. Socialdemócratas, socialistas y comunistas -sí, también los reciclados- están lejos de poder presumir de algo. Los primeros, a veces, logran disfrazarse de gestores modernos (sé bien de qué hablo), pero el resto se obstina en quemar carbón creyendo que emite luz solar. Han fracasado donde han gobernado. No tienen un solo país que puedan exhibir sin sonrojo. Dictaduras, ruinas económicas, represión maquillada de supuesta justicia social (miren a Sánchez en España, miren la vecinita esposa de aquel difunto con problemas visuales). Y, por si fuera poco, insisten. Insisten porque lo ideológico les pesa más que lo real. Les molesta, sí, pero lo que defienden no funciona. O funciona tan mal que solo sobrevive bajo coerción. Y eso no es referencia de nada: lo violento y contra los pueblos nunca es referencia. Vergüenza debería darles esos amigos criminales. Y no, todavía sacan pechito.
Segundo, el capitalismo -ese mal educado que no pide permiso- ganó la partida. La ganó sin necesidad de discursos, simplemente haciendo funcionar las cosas. Hasta China, con su partido único, adoptó herramientas capitalistas para salir del hambre. ¿El común denominador de los países que progresan? Libertad económica, propiedad privada y un Estado que acompaña, no que asfixia. Pero hay quienes siguen creyendo que pueden controlar al mercado como si fuera una mascota obediente. El problema es que si lo retuercen demasiado, lo quiebran. Y entonces no hay superación, sino frustración con un Estado-socio que lo funde todo, menos a sí mismo. El mundo es testigo como los Estados se agigantan y se siguen endeudando, esa diabetes estatal algún día traerá sus gangrenas.
Tercero, no se puede repartir lo que no existe. Y la fórmula de sacarle al que tiene -como si la riqueza fuera pecado- termina por empujar al capital afuera. Porque, aunque les duela, el capital no tiene pasaporte y no cree en fronteras ni en revoluciones románticas. Se va donde lo dejen crecer. ¿Lo entienden, o quieren abrir un quiosco para aprender cómo se genera valor y dejar de vivir del Estado como si fuera una teta eterna? ¿Algunos de los que habla alguna vez fue microempresario, vendedor de garrapiñada o empresa unipersonal?
Cuarto, y acá es donde uno se agarra la cabeza, es increíble que estemos aun discutiendo estas cosas. Como si el siglo XX no hubiera dejado suficientes cadáveres ideológicos como para seguir jugando al paraíso estatal. Pero no, ahí están: con la mirada perdida en utopías ajadas, hablándole a una realidad que no escucha.
Y sin embargo, lo verdaderamente progresista hoy -aunque les duela aceptarlo- es el liberalismo. Porque es el único espacio que sigue creyendo en la libertad individual, en la responsabilidad y en la creatividad sin permisos. En el mérito, sí, palabra que les produce urticaria. El liberalismo no promete paraísos, pero permite construir futuros. No adora al mercado, pero sabe que sin él no hay ni dignidad ni desarrollo. Y no niega el Estado, simplemente lo quiere acotado, eficaz, respetuoso. No paternalista. No invasivo. No obsceno, no prebendario, no clientelar, no para los amigos, no gigante, simplemente: adecuado. Ellos, hoy, se mimetizaron con el Estado. Así, estamos fritos todos.