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Cómo conversar con G. K. Chesterton como si fuera un amigo

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G.K Chesterton

ENSAYISTA DE FUSTE

Le decían el príncipe de las paradojas. Este volumen de ensayos es la prueba de que Chesterton no ha perdido vigencia a pesar del tiempo.

Una excelente edición mexicana trae una nueva antología de G. K. Chesterton, armada con piezas de la cantera de reseñas, artículos, ensayos y retratos biográficos que pueblan su obra. Hasta los primeros años del siglo XXI el mundo de habla hispana conoció parcialmente sus cuentos policiales, los elogios de Borges y otros lectores de literatura inglesa, algunos escritos de tema religioso. Pero desde entonces el interés por su obra ha traído al español los cuentos completos de El Padre Brown, su autobiografía, varios libros de ensayos, y lo que cabe sospechar es que además de la aleatoria recuperación de autores clásicos, una esperanza menos ingenua en el porvenir pudo incidir en la mayor porosidad de los lectores a sus punzantes críticas a la sociedad moderna. No provienen de una mente académica ni de un francotirador a la moda. Llegan de un moralista inglés del último cuarto del siglo XIX que derrama inteligencia sobre las contradicciones de la industria, del consumo, de la política y de la cultura. Leer a Chesterton da la profunda y avergonzada alegría de comprender que prácticamente olvidamos la felicidad de conversar con un gran escritor sin jergas ni impostaciones, como si recibiéramos a un viejo y lejano amigo colmado de bromas, lucidez y audacias.

Un libro heterogéneo

Bajo el título Temperamentos se incluyen en este libro retratos y reseñas que abordan algunos de los autores y figuras históricas que Chesterton frecuentó en la triple vocación de sus preocupaciones: el arte, la historia, la racionalidad cristiana. Como no se trata de un título del autor sino de uno armado por los editores, el recorrido es heterogéneo: William Blake, Lord Byron, Charlotte Brontë, William Morris, Robert Louis Stevenson, Carlos II de Inglaterra, Francisco de Asís, Girolamo Savonarola y Lev Tolstói.

El retrato de William Blake (1757-1827) es el más ambicioso y el que justifica el cuadernillo de ilustraciones que contiene el libro, con los grabados, pinturas y dibujos que nombra el ensayo junto a fragmentos de su poesía. Chesterton aborda la vida y la extraña obra de Blake con el conocimiento de un biógrafo y la interpretación de un filósofo. Dice que compuso las sátiras más agudas que jamás se hayan escrito sobre los impresionistas, aunque lo hizo antes de que estos nacieran, que fue un buen artista cuya idea de la grandeza era ser un extraordinario grabador, y que mientras muchas personas reputadas juraban haber presenciado algún milagro, él se limitaba a narrarlo: “Hablaba de un encuentro con Isaías o con Isabel I no como hechos irrefutables sino como algo tan obvio que ni siquiera valía la pena discutirlo. Los reyes y los profetas venían del cielo o del infierno a sentarse a su lado y él se quejaba de ellos con toda espontaneidad, como si se tratara de actores un tanto problemáticos. Se enfadaba porque Eduardo I lo interrumpía mientras intentaba conversar con sir William Wallace”. ¿Estaba loco? Afirma que no en el sentido práctico y legal, aunque algún grado de locura perturbaba su conciencia, y si se trataba de un idiota inspirado, era idiota porque estaba inspirado. También demuestra sin esfuerzo que Blake detestaba la abstracción, de modo que cuando pintaba a Dios, un ángel, el fantasma de una pulga, estaba convencido de que ofrecía la imagen concreta de Dios, de ese ángel y de ese fantasma. Lo recuerda en estos días el Tate Modern de Londres, en una muestra que recupera sus pinturas y se extenderá hasta febrero del año próximo.

A la luz del caso Blake, Chesterton se permite revisar el racionalismo del siglo XVIII y ponerlo a discutir con la tradición romana, la revolución francesa, el pensamiento religioso, los nuevos misticismos, pero también anuda a su poesía muchas ideas morales y estéticas de llana vigencia, porque prácticamente no da un paso sin una ironía que muerda la modernidad. Con el mismo espíritu corrige el falso pesimismo atribuido a Lord Byron y a Stevenson, y recupera el talento con que Charlotte Brontë enfrentó la novela de buenos modales y mostró que en la monotonía de un mundo feo, vulgar y violento pueden narrarse “todos los infiernos y paraísos de Dante”.

Francisco de Asís es uno de los héroes de Chesterton, de hecho, le dedicó una biografía, pero aquí lamenta el tono devocionario de la de William Blake, que oculta al hombre, de la misma manera en que “no buscamos el retrato de una mujer en un soneto de amor: en esa disposición mental, quien escribe no solo le atribuye todas las virtudes a su ídolo, sino todas las virtudes en la misma proporción”. Para Francisco de Asís -afirma- “el mundo era pequeño, no porque tuviera idea de su tamaño, sino por la misma razón por la que las viejas chismosas lo encuentran pequeño: porque tienen infinidad de parientes. Si lo hubieran llevado a la estrella más solitaria que la locura de un astrónomo pueda concebir, él sin duda habría contemplado en ella el rostro de un nuevo amigo”.

Entre las páginas dedicadas a los místicos, las que abordan el llamado a recuperar la simplicidad en la obra de Tolstói cobran un tono especialmente brillante. Lejos de ubicar la moraleja didáctica donde la buscaba el conde ruso, la encuentra más firme en la “curiosa luz matinal, límpida y fría, que ilumina todos sus cuentos”, en el amor por las cualidades de la materia bruta: “la dureza de la madera y la suavidad del barro, la arraigada creencia en cierta bondad ancestral que resguarda la mismísima cuna de la raza humana. Cuando las comparamos con el absurdo resonar del Tolstói didáctico, que clama por una pureza obscena, que invoca una paz inhumana, que se sirve de un cuchillo para dividir la vida en pequeños pecados, que desprecia a los hombres, mujeres y niños por respeto a la humanidad, que reúne en un solo caos de contradicciones un puritanismo muy poco viril y una mojigatería incivilizada, entonces ciertamente no sabemos dónde ha quedado Tolstói. No sabemos qué hacer con ese moralista pequeño y ruidoso que habita en un rincón de un hombre grande y bueno”. Detrás del juicio, aflora su visión cristiana: “Cristo no amó a la humanidad; nunca dijo que amara a la humanidad: amaba a las personas”.

Temperamentos es un libro muy recomendable para quienes quieran asomarse a las muchas horas de placer que depara la prosa de Chesterton, en la que, como ya avisó Borges, no hay una página que no albergue una idea feliz. Merecen un especial reconocimiento los traductores, Juan Antonio Montiel Rodríguez y Natalia Babarovic Torrens, que lograron trasladar el tono festivo y rotundo del celebrado “príncipe de las paradojas”.

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